Sonntag, 23. Dezember 2012

EL DIABLO

Por: Maurilio Mejía Moreno

La mañana del 13 de julio de 1994, doña Claudia, de paso a su casa, someramente me enseñó una rara figura pintada en una roca que hay en un sector roqueño entre Angel Cruz y Yanahueco. Ella dijo que era el retrato de un diablo. La indicación me sorprendió sobremanera, despertando, al mismo tiempo, mi interés de volver a observar mejor en otra fecha.

En consecuencia, el 28 de febrero de 1995, al hacer el segundo viaje a la lejana cumbre de Mulluhuanca, a las doce del día estuve de nuevo en aquel lugar para decir que, en verdad, la figura tan extraña está grabada en una roca ubicada a tres metros de la parte superior izquierda del camino de herradura de Aija a Huarmey, que serpentea por la falda occidental de la inmensa montaña rocosa de Pirurupunta, a tres cuartos de hora de viaje pedestre desde la ciudad de Aija, a 3,140 m.s.n.m., y aproximadamente, a 400 metros de altura del precipitadero del lecho profundo y estrecho del río Aija, en la hondonada de Boleo Ruri.

La roca tiene una cara plana e inclinada hacia el camino y mide 1.50 de largo por 1.20 de ancho. En esta parte plana y blanquizca, naturalmente protegida de la lluvia, está pintada la figura de un hombre a caballo. Claramente se ve la cabeza de un caballo, alto y flaco, que mira hacia el norte, con cuello alargado que en su parte superior sólo presenta las negras crines y la parte inferior del mismo es propiamente blanca igual que el resto de todo el cuerpo; las orejas apenas se distinguen por chicas, siendo la oreja derecha algo más visible por erecta; en la cabeza, además sólo se observa los ollares negros o casi oscuros; las patas delanteras solamente se ven negras y delgadas; en cambio, las patas traseras, igual que la cola, no aparecen a la vista.

Este misterioso caballo lleva sobre el lomo a un extraordinario hombre con cabeza de un gallo con negra cresta perfectamente delimitada y con el cuello alargado de color negro. El hombre lleva una capa negra, grande, puesta del hombro para abajo lo que da la apariencia del cuerpo completo del hombre que parece ser un jinete que tiene la pierna izquierda con el pie encajado en el estribo pendiente de la acción; el pecho del diabólico y aparente jinete es blanquecino por ser el mismo color del resto de la peña sin pintura.

He aquí el misterioso retrato del diablo pintado en una roca de la fragosa montaña de Pirurupunta por cuyos precipicios pasa el viejo camino a Huarmey, y, a donde, aquel dichoso día, dos bellas damas se presentaron, y cuando les pregunté:

– ¿Qué figura es esta? - la más joven de las pasajeras me contestó:
¡Es la del diablo! - y luego se fue con la sonrisa a flor de labios.

(De “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, tomo III, Aija - 1999)




Dienstag, 6. November 2012

LA FIESTA DE TODOS LOS SANTOS


Por: Maurilio Mejía Moreno

     En la Roma Pagana se construyó un monumento llamado Panteón, “famoso templo de la Antigua Roma, situado en el campo de Marte y consagrado al culto a todos los dioses, edificado por Agripa Vipsanio, yerno de Augusto”, y que hoy está en ruinas. Este panteón en la época del cristianismo fue coronado de flores en señal del triunfo de la Iglesia, cuando reinaba Bonifacio IV, Papa de 608 a 614. Más tarde se dispuso que a aquel panteón se haga la romería cada primero de noviembre hecho que en el calendario de Gregorio XIII, Papa de 1572 a 1585, aparece con el nombre de “Fiesta de todos los Santos”(Feriado) y el dos de Noviembre, con el nombre de “Conmemoración de todos los difuntos”.

     Desde entonces, según el calendario gregoriano, se dice que el primero de noviembre es Día de todos los vivos y el dos, de todos los muertos. Por este motivo es que en mi pueblo, toda vez que llegan estas fechas, hay acaloradas y emotivas discusiones entre hombres y mujeres y mucho más entre los jóvenes. La cuestión es que las mujeres defienden con interés y valentía, de que el primero de noviembre es Santo o Día de ellas, y que por eso hasta es Día Feriado, porque ellas valen más. Por otro lado, los hombres sostienen igual. No quieren quedarse atrás y dicen que el primero de noviembre es Santo de los hombres, Día Feriado por si acaso, porque los hombres valen más que las mujeres, y que en el calendario dice: “Los Santos” en género masculino, por lo que no es santo de las mujeres, sino de los hombres. Pues atribuyen que el dos de noviembre sí es Santo o Día de las Mujeres, ya que se las considera muertas en vida, pero andan todavía.

     En esta discusión se enredan muchos, porque nadie quiere aceptar que el día dos de noviembre es su Santo, porque no son difuntos ni difuntas. Aunque brevemente, burlones y sonrientes, todos los años polemizan el quitamiento de estas fechas. Ya es costumbre bien arraigada en mi pueblo que, entre reñidas discusiones, parloteos alegres y bromistas, las mujeres preparan suculentas merendonas para invitar, diciendo:
   
     – Por ser nuestro Santo invitamos ahora.

     A lo que los hombres enérgicamente contestan:

     – ¡No! Es por nuestro Santo que ustedes nos invitan hoy.
     – ¡Sí! ¡No! ¡No! ¡Sí! –rematan todos la zacapela burlesca.

     Así es la forma como cada cual expone sus razones opositoras. Pero siempre quedan en el vaivén de: Es mío. No. Es mío. No es tuyo. Es mi Santo. No es tu Santo. Sin embargo, hay un ambiente de entusiasmo y alegría. Las mujeres dedícanse a preparar ricas y apetitosas viandas típicas para invitar en la tarde del primero de noviembre, apartando una parte para los difuntos, cuyas almas, según se cree, han de llegar a visitar esa noche. Por este motivo cada familia, con especial esmero, prepara la comilona para la tarde y una parte deja para el llamado “Churaquí” que consiste en que en la noche del primero de noviembre deja la comida servida en la mesa para las almas que vuelven a saborear alimentos. El “Churaquí” está constituído, generalmente, por aquellos alimentos que fueron los preferidos del difunto, como son: el mote de trigo o maíz, zanco de quinua, parpa, cazuelado de papas con cuy, coca, maní, chicha, pan, mazamorra y algunas frutas. Lo dejan servido en el comedor, en la cocina o en un cuarto apartado y silencioso. Pues se dice que con hambre las almas de los difuntos vuelven de visita a sus casas, al año una vez, en la noche esperada del primero de noviembre. Por eso es el “Churaquí” debe ser abundante, rico y fresco. Si no lo encuentran, se dice que se regresan resentidas y hacen venganza pidiendo a Dios castigo para sus familiares que ya no se recuerdan de ellas. Esta idea domina a la familia por lo que, dejando a un lado las discusiones y los obstáculos, procura, por todos los medios, preparar el “churaquí” para sus difuntos. Comentan que en la noche del primero de noviembre, todas las almas de los que ya descansan en paz, llegan a comer pero sólo de la esencia misma del famoso “churaquí” servido a la luz de la vela parpadeante. El anuncio de la llegada de las almas lo hace el “Kenrish” que entra revoloteando por alrededor de la mesa o sea la mosca verduzca y enferma que, con su vuelo lento y con la triste musiquilla de su zumbido, permite que los deudos digan:

     – ¡Ya! ¡Ya! Allí entran las almas. Y de inmediato los rezadores se ponen tristemente y los familiares gimotean y, asustados, lagrimeando escuchan al rezador que entona oraciones lúgubres que provocan el llanto. Pero al rato estos mismos cantores serán los comensales que devorarán el “churaquí”.

     Muchos hay que no creen en estas escenas que cuentan en mi tierra. Entonces, tratan de probar. Para ello echan polvo fino de la ceniza alrededor de la mesa donde está servido el “churaquí”. Así lo dejan toda la noche. El día siguiente día, ¡qué sorpresa!, encuentran huellas de palomas, gallos y los pies descalzos de humanos. Estas señales satisfacen sobremanera a todos los coéforos que creen en la visita de las almas de sus difuntos, aunque veces hay que no hallan nada, pero se contentan con haberles preparado el apetecido “churaquí”.

     El día dos de noviembre a partir de la una de la tarde, es costumbre generalizada que los deudos de los muertos se van de visita al Cementerio de Tzacuatzin, lugar alejado, triste y silencioso. Se ve que, por las distintas sendas que bajan de los caseríos, mucha gente viene al pueblo para dirigirse al campo santo. En su mayoría son grupos de familiares de los difuntos que van portando hermosas coronas de flores del lugar, como: rosas, claveles, dogos, trinitarias, otros, llevando coronas de papel negro y blanco. Todos se encaminan a Tzacuatzin, la morada eterna de todo el mundo. Paulatinamente este santo lugar llénase de gente enlutada, apenada y cabizbaja que se acerca a la solitaria y triste tumba de los difuntos pronunciando algunas palabras en voz baja solamente. Figurándose en la mente la imagen y recuerdo del ser querido que yace bajo la tierra dura y seca de Tzacuatzin, llegan al sombrío sepulcro dedicándose a limpiarle las yerbas que allí han crecido en un año. Encuentran la cruces viejas y descoloridas que apenas conservan algunas letras del nombre del finado y la fecha de su muerte; también hallan pedazos de alambres redondos de coronas deshechas que en años anteriores dejaron ahí y las reemplazan con las nuevas. Algunos comentan de que el extinto fue muy bueno y que lo recuerdan mucho. Pero al hablar así prorrumpen en llanto incontenible, a lo menos si recién hace poco meses que él duerme allí, ya que su recuerdo es más fresco y doloroso aún. En seguida buscan a un cantor para que diga un responso para los adultos y laudatorias para los párvulos. Los rezadores abundan pero todos están ocupados. Algunos de estos se engríen y se hacen rogar. Muchos esperan su turno para solicitarles sus servicios. Son muy validos por ese día, aunque no saben bien el rezo completo sino a medias y gangueando; lo hacen en latín y de memoria  todo el ritual funerario, casi a la ganada, como Antu, Emico, Lloti, Shella, Shanti, Fortu, Shesha, Mauru, Allshi, Teodorico, Pulli, Mallcu, doña Falluca y otros muchos; algunos lo hacen leyendo sus viejos y rotosos libracos o cuadernuchos manuscritos. Pero con todo acentúan el tono prolongadísimo y plañidero del responso que a todo el mundo le aflige y hace llorar.

     Ante esta nota lúgubre todos lloran rodeando la tumba fría y desolada. Mientras el rezador sudoroso, valiente y sereno, cerrando los ojos, frunciendo el rostro ceñudo y sonrojado, enarcando la cejas, con pelos desgreñados e hirsutos, con el sombrero en una mano, entona la más fúnebre oración que nos recuerda al instante las noches de velaciones de difunto, cuando dice: “Ne recorderis peccata mea Dóminus, Dum véneris..“, etc. En este momento todos lloran  con la cabeza agachada hacia el sepulcro de su madre, padre, hermano, tío, tía u otro pariente que en vida fuera muy bueno con ellos.

     Es tristísima la tarde con estas escenas conmemorativas a todos los difuntos. Hay años en que llueve, y la nube cubre con fría sombra, como que también años hay en que el sol reina muy abrasador.

     El cementerio es grande; sin embargo, ya está lleno de tumbas regadas de cruces vetustas que escasamente guardan recuerdos de los muertos. Este lugar sí es la eterna morada de todos que allí vanse a acabar. ¡No hay nada qué hacer! Aquí están todos con buenas virtudes y acciones. Acá se acabó el orgullo, la pobreza, la riqueza, la envidia, la codicia, la avaricia, etc. Aquí están los que en vida fueron buenos, caritativos, compasivos, tinterillos, galanes, inteligentes, ignorantes, sabios, brutos, locos, ricos y pobres; aquí duermen, el sueño tranquilo y dulce, todos por igual, como: Galga Pitu, que fue muy mala, perversa y guapa; Huañaca, al tinterilla; Coshta, el paralítico; Surucha, el sordo y pobre; Bartolomé, el cojo; Aquilino, el músico; Rudecindo, el cantor y jaranero; Vicente, el maestro; Kocha Juana, la acaudalada; Sixto, el agricultor, y muchos otros de quienes apenas sus cruces nos indican iniciales de sus nombres y la fecha en que fallecieron.

     Son la cuatro de la tarde. La gente está en el cementerio, lugar de meditaciones, lloriqueos y sollozos, oraciones y recogimientos que, en todas partes donde hay cementerio, se repiten iguales todas las tardes del día dos de noviembre de cada año.

     Todo es suspirar y gemir en Tzacutzin. Pero al final de la tarde, cuando las horas han pasado ya, luego de encomendarse al Señor Calvario, la gente sale del cementerio y halla en su puerta, muy junto a sus rejas, a numerosas vivanderas que ubicadas cómodamente, venden ricas comidas lugareñas, como: el jamón oloroso con su salsa de cebolla y hoja de lechuga, asado de chancho, mazamorra de almidón de papas, el apetitoso “tokush”, tamales envueltos en hojas de col, ensalada de chocho, manzanas, naranjas y los negros y menudos capulíes de Huaraz que a cualquiera provoca comer. Todo el mundo se dedica a comprar y manducar. Es contagioso el deseo de comprar y comer en la puerta del cementerio de Tzacuatzin como para olvidar las penas que han motivado las visitas a las tumbas de los difuntos. Mientras tanto, hasta el año venidero, las tumbas quédanse nuevamente solitarias y silenciosas, adornadas con nuevas coronas y roceaditas con la fresca agua bendita y con la lágrimas de los deudos amorosos y fieles a sus muertos.

(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru)

Donnerstag, 20. September 2012

LA MERCED


Por: Maurilio Mejía Moreno

Vista parcial del pueblo La Merced, 
     En Ancash laregión que queda en la parte occidental de la Cordillera Negra, mirando hacia el mar, se llama “Vertientes” porque todos los ríos de esta zona vierten sus aguas al Pacífico.

     Si observamos con detenimiento la orografía de “Vertientes” vemos que es muy accidentada. Presenta numerosos cerros elevados, pequeños y silenciosos valles, estrechas quebradas y ríspidas laderas en donde se encuentran suspendidas muchas de las ciudades vertientinas de Ancash, siendo una de ellas, la más importante, la ciudad de Aija, capital de la provincia del mismo nombre.

     La provincia de Aija, situada a 3,470 metros sobre el nivel del mar, se compone de ocho distritos que muchos de ellos se hallan ubicados en la garganta de algún cerro y muy pocos en valles estre-chos y en las orillas de los ríos tributarios del Huarmey. La mayoría de ellos queda lejos de la ciudad de Aija y casi todos, a excepción de La Merced, pertenecen a la región denominada “Pueblo Bajo” llamado así, por los aijinos, a la zona que queda entre los contra-fuertes de la cabecera del valle huarmeyano.

     El único distrito que tiene el privilegio de ser vecino de la capital aijina, y que está sólo a una legua de distancia de ésta, es LA MERCED, el más extenso y el más poblado de todos los distritos de la “bella provincia de Aija”.

     LA MERCED, con 1866 almas, según el censo de 1940, situado hacia el norte de la ciudad de Aija, a 3290 metros sobre el nivel del mar, es un distrito que apenas cuenta con veinte años de vida distrital; se encuentra hundido en las profundidades del hermoso y amplio valle del mismo nombre y en el mismo corazón de la Cordillera Negra, circundado por numerosos cerros regularmente elevados, verdinegros y enlazados en forma de herradura, tales como:  Marcacunca y Runtupunta al oeste; Tzururu y Pariawaraké al norte; Cuncush y Torrepunta al este y que lo separan de Huaraz y Recuay, respectivamente; y la colina de Cuírap al sur, que lo separa de Aija; y en el centro, en una hondonada, al pie del morrito de Tzacuatzin, a las orillas del río Pescado –originario de Huarmey– partido en dos bandas por el río Ashcu y custodiado por la colina de Pallipunta, coloréanse los tejados del distrito la Merced, distrito en pleno amanecer de progreso, al conjuro de su cielo eternamente puro y bajo la égida de sus cerros que se levantan mirando indesmaya-blemente la mesa azul y que desafiando la eternidad de los siglos, custodian a mi distrito cual inmóviles y eternos centinelas.

     Fue creado por Ley N° 8,188 de 5 de Marzo de 1936 e inaugurado el 24 de Octubre del mismo año. Desde entonces a la fecha, este pueblo entusiasta y trabajador, hermoso y viril, ha forjado su propio destino y así sigue y seguirá amasando su progreso con su sudor y su sangre, con la esperanza de verse coronado con los laureles de superación y de triunfo y colocado al nivel de los que le preceden en el camino de la prosperidad material y moral. Pues si ahora exhibe orgulloso lo que tiene, es debido exclusivamente al esfuerzo personal de sus hijos activos que, a golpe de picos, barrenos y palanas, de arados y azadones, han moldeado su porvenir.

     Este pueblo vertientino de Ancash, pueblo fuerte, bizarro y progresista, que mucho confía en la unión, armonía, comprensión, esfuerzo y trabajo, pensamiento y accción de sus hijos, es muy dig-no de saludo, respeto y aplauso, hoy día 25 de setiembre porque para él es el Día Central en que se celebra su fiesta patronal, desde el día 23 en la noche hasta el 5 de octubre entrante, entregándose con alma y corazón a rendir homenaje y culto, con devoción y fe cristianas, a su bella e inmaculada Virgen de las Mercedes, su divina Patrona que es también Patrona de las Armas del Perú.

     Por eso, ¡Oh, pueblo de La Merced, pueblo querido!, desde esta lejanía, donde tu recuerdo me asalta la memoria, te saludo muy emocionado, anhelando ir a gozar de tus aires, de tu sol, de tu luna y tus estrellas, de tus montañas y tus praderas, las indecibles bondades y bellezas, las ternuras y caricias, de tus fuentes y tus ríos, los dulces murmullos; de tus avecillas, los eufónicos trinos; y de tus campos y tus flores, la eterna primavera. Te saludo, pueblo bendito, cual hijo ausente, a su madre, queriendo llegar a verte relucir sonriente en tu fiesta patronal deseando ir a confundirme con mis paisanos que ebrios de alegría, deléitanse al son retumbante de la gran Banda de Músicos “Luz de las Mercedes”; ansiando ir a ver a tus incansables danzantes que pletóricos de alegría taconean en tu plaza, en tus calles, puentes y caminos. ¡Quisiera ir a verte!

     Más como todo me es difícil, quédome en esta ciudad de Trujillo pronunciando tu nombre y aleteando entre las nubes de tus recuerdos, sin poder ir a verte. ¡Oh, pueblo amado!, hasta que la Virgen de las Mercedes, que guía mis pasos permitan mi feliz regreso.

(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru) 

Dienstag, 12. Juni 2012

LAS HUATIAS DE MAYO

Por: Maurilio Mejía Moreno

     Florido y perfumado es el mes de mayo en mi tierra; es el mes de heladas que ennegrecen las manos y queman las sementeras; mayo es de escarchas y carámbanos que, por las mañanas con tibio sol, coruscan en las acequias y puquiales bordados de verdes pastos y yerbas.

     Pero el más característico y propio del mes de mayo es el “papa allé” que, como ya hemos dicho en otras oportunidades, es una labor que reúne todas las formas originales de la actividad agrícola en mi pueblo, sobre todo, por la manera típica de cocer en seco, cuyo nombre nativo es la “HUATIA” que, especialmente, se prepara en mayo, mes de la cosecha de papas.

     La preparación de la “huatia” es algo singular. Veamos cómo es: desde tempranas horas de la tarde de caluroso mayo, los cosecheros, así como también los “allapukocs”, según es costumbre en La Merced, reclaman el “cué” y la codiciada “huatia”. Empero, como requieren especial elaboración, nombran a uno de o a dos hombres o mujeres con habilidades para hacer el rústico horno. Estas personas designadas recogen las grandes y duras glebas que abundan en el “callpal”; asimismo, buscan tres piedras largas llamadas “huancas” para colocarlas en la puerta rectangular del horno a construirse; luego, tomando la dirección del viento y en el sitio donde éste sopla menos, propónense a levantar el horno, y lo pircan poniendo unas glebas sobre otras, procurando que termine en cúspide roma o abombada; cuidan que no tenga aberturas por donde se escape la llama del fuego.

     Cuando ya poco falta para concluir el horno, designan, por aclamación, a una mujer joven, preferentemente soltera o viuda, para que se encargue de atender el hornillo; ésta, una vez aceptada la designación, sin pérdida de tiempo, en cuanto terminan de pircarlo, encárgase de encender la candela; pues, si se demora, es creencia popular que el “auquis anás” entra primero en el horno regando con su orín, ganando así a la candela sólo por negligencia de la hornera, y, en consecuencia, el “cué” y, sobre todo, la esperada “huatia”, serán malos y la hornera tendrá que estar muy aturdida en su labor, siendo objeto de tiratas de los asistentes a la cosecha. En cambio, si es activa e inteligente no se deja ganar por el “auquis anás”; por tanto, el “cué”y la “huatia” son de lo mejor que se desea comer; su labor es también fácil y a satisfacción de los “allapukocs”, quienes comentan favorablemente a su persona. Por esta razón es que prefieren escoger a las más ágiles y despiertas mujeres. A esa clase hornera, sí, se la ve atizar, ininterrumpidamente, al incandescente horno que devora, con las lenguas de sus vorágines llamas, a las bostas, hornijas, encendajas, “yuranshus” y chascas que le proveen sus laboriosas manos; permanece atareada en todo momento, con sus ojos rojizos llorosos, con las molestias del humo; su rostro está sudoroso y negreado con el calor del sol y de las llamas; tiene algunos tiznes en sus mejillas, carrillos o en la nariz, los que tipifican  a las horneras del “papa allé”. Trabaja que trabaja, sopla que sopla, dale y dale, está la pobre. Mientras tanto se oyen voces que dicen:

     – ¿Ya está el “cué”, hornera? ¡Ya hay hambre!, y así en estilo.

     Y al caer la tarde, a la hora que los cerros de Taurimpa, Balcón, Runtupunta, Trangapachán, Kakapaqui y otros ya proyectan sus sombras, es emocionante contemplar, desde lejos, la pintoresca forma cómo, dentro de los “callpales”, donde hay hormigueo de gente, se eleva el simbólico humo de los hornos, diciéndonos, a lejos, que allí en la pampa, en la rinconada, ladera o quebrada, al pie de los cerros, se está cosechando papas y que, a su vez, se está preparando el sabroso “cué” y que más tardecita se saboreará la humeante “huatia” tan apetecida y codiciada toda vez que el mes de mayo llega a La Merced.

     Cuando ya el carbón háyase depositado lo suficiente en el interior del horno, la hornera echa al fuego papas de las más ricas, que el mismo dueño y también los “allapukocs” escogen para que se las asen. Esta papa así asada en el fuego se llama “CUÉ”, que del horno sale bien quemado y muy negro, cuya preparación es molestosa y difícil que sólo las horneras más expertas lo preparan bien e invitan como para chuparse los dedos terrosos. Para ello llenan en un “jacu” o manta gran cantidad de piedrecillas llamadas “acu”, que las juntan con las papas asadas al negro y las sacuden con fuerza, tomando de los cuatro extremos, para que, con el rozamiento con chasqueteos, se quite el tiznaje del “cué” hasta que se queda limpio, amarillito como “atokpa konkún”, según dicen en mi tierra, o sea del color de la rodilla o corvejón del zorro, listo para comerlo fresco y olorosos. En su defecto, como acostumbran muchos, también limpian con corontas, cedazos y sino rasgan sobre la cara plana de algunas piedras escogidas de entre tantas que hay en las chácaras.

     Todos los invitados a la cosecha mandan preparar el “cué”, por lo que la hornera saca varias hornadas que los reparte a todos, sin excepción. De este modo la cosecha se hace amena, puesto que todo el mundo se distrae, come, juega y trabaja recolectando papas, mata por mata o recogiendo de la “reja” cuando surca la yunta, en un paisaje otoñal de mayo perfumado y florido.

     Esta escena se practica en todas las chacras donde hay cosecha de papas. Comiendo “cué” y “huatia” preparados por buenas mozas y cariñosas mercedinas, es pasarse la buena vida en mi pueblo.

     Entre comentarios halagadores a la persona de la hornera, de quien se dice que es excelente para novia, si es soltera, o que ya debe volver a sus “ocupaciones”, si es viuda, ya que tiene má experiencia que nadie, el horno va calentándose, poco a poco, y a las cinco de la tarde ya está apto para echar papas para la “huatia”.

     A estas horas, doña Llicucha, dueña de la cosecha, trae para la “huatia un costal de papas escogidas del montón general. Entonces, la hornera se arma de un palo largo o escardillo con que, después de limpiar todo el carbón, da un golpecito en la cúspide del horno y hace caer dos o tres glebas chisporreantes y así abre un hueco por donde echa papas; una por una caen las glebas incandescentes y son machacadas con el palo o escardillo oyéndose unos chasquidos característicos de las papas, y que es indicio de que el horno está bien preparado y que la “huatia” será de la mejor; gleba por gleba se destruye el horno; y poco a poco se va echando más papas, ocas, vainas de habas, mashuas, etc. Al fin se destruye el horno hasta su base y queda enterrado todo lo llenado en su interior. Mientras tanto los “allapukocs” ya están completando sus “miyas” o sus gananciales en papas.

     Dentro de diez o quince minutos se comienza a escarbar el entierro de “huatia”. Es sorprendente encontrar algunas papas sudorosas que han humedecido a la tierra candente y otras encuéntranse bien tostaditas como la piel del puerco. A la papa asada de esta manera se llama “HUATIA” o pachamanca, palabra que en nuestra costa es usada con otro significado, sobre todo, por los enamorados criollos.

Con miedo a la tierra caliente que a veces se mete en los pies o cae en la manos, limpiando el polvo con el soplido, se saca la “huatia” y se amontona en un sitio plano y aparente, junto al horno, que también sirve de mesa común; a su vez, allí se limpia más con el “yuranshu” u hojas de otras yerbas verdes que hay en la chacra.

     La dueña de la guilla y la hornera invitan a todos a probar la rica “huatia”; les ponen, además un mate de ají molido y, a veces, invitan, también, el “yacu cachi” o cushal, con lo que se endulza mejor la sabrosa “huatia”. Sopla, soplando, todos comen la olorosa, humeante y terrosa “huatia”, aunque hay quienes creen que no se debe soplar, porque se teme que se rajen los labios con la helada. Sin embargo, todo el mundo la come con gusto y a sus anchas, porque la dueña es muy buena, y no permite que de la minga se vaya alguno sin antes haber saboreado esta comida típica del mes de mayo en mi pueblo natal.

     Entretanto, la noche se avecina. Y, uno por uno, se alejan de la mesa común; y entre parloteos y risas, se alistan para irse ya a sus casas cargando sus “miyas”. Dentro de breve tiempo se van muy agradecidos, contentos y satisfechos, perdiéndose por las sendas estrechas de los valles. Solamente doña Llicucha, sus hijos y demás invitados venidos de más lejos, están en la chacra, junto con los arrieros que cargan sacos de papas para la patrona haciendo bulla y media, dando así un colorido original a la cosecha de papas.

     Al fin se van todos. Y el horno, a cuyo derredor habíanse reunido todos de la minga, se queda abandonado, y sólo algunos que otros canes se anochecen escarbando la tibia tierra del horno destruido y abandonado y buscan algunas “huatias” que por casua-lidad háyanse quedado.

     Llegada la noche toda la escena de la cosecha de papas ha terminado.


(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru) 

Donnerstag, 31. Mai 2012

LA VIEJA Y EL GARROTE


Por: Maurilio Majía Moreno

     Una modesta vieja vivía en un campo solitario y retirado, donde tenía una hermosa huerta en cuyo fondo había plantado una mata de col que, con el correr del tiempo, creció hasta perderse en el infinito azul.
     Un buen día, al estar quitándole las malezas que habían crecido en su derredor, miró cuidadosamente a su bella planta. Quiso saber hasta dónde había crecido, y decidióse subir por entre las gruesas ramas de tan alta col y llegó a dar al cielo donde se encontró con Dios.
– ¿A qué has venido, viejecita? –preguntó el Divino Hacedor.
– ¡A conocerte, pues, Dios mío! –contestóle, turbada.
     Nuestro Señor le dijo:
–Lleva esta burra. Llegando a la Tierra le vas a decir: “Dame la plata”.
     La anciana volvióse muy contenta. Con la ayuda del Altísimo retornó sin novedad. Y, llegando a su casa, cumplió la orden divina, diciéndole al animal:
– “Dame la plata”.
– ¡Shaánn! –orinó la burra un cúmulo de plata.
     La viejezuela quedóse muy conplacida con este regalo celestial que para ella era una verdadera felicidad. Pensó, humildemente, convertirse en la única millonaria en el mundo.
     Pero, como era muy religiosa, un domingo se fue al pueblo a oir la misa, encargando su animal a una vecina y quien recomendó que no le dijera: “Dame la plata”.
     La fisgona señora quiso saber el porqué de tan esmerada recomendación y, aunque tuvo recelo, se atrevió a decirle a la burra: “Dame la plata”.
– ¡Shaánn!, orinó plata el animal.
     Sorprendida de tan raro prodigio, la mujer codiciosa, sin pérdida de tiempo, buscó otra asna igual en tamaño y color. Y la cambió.
     La anciana volvió a su casa un poco tarde. Y, como del pueblo retornó sin plata, inmediatamente, dijo a su burra:
– “Dame la plata”.
– ¡Huummmm!, la jumenta no le hizo caso.
     Desesperada gritó la vieja. Dio mil maldiciones a su vecina. E inmediatamente regresó al cielo por la misma vía. Encontró a Dios y le contó lo que habíale sucedido. El Supremo Creador, sin proferir palabras, le dio una servilleta blanca recomendándole que, al llegar a la Tierra, toda vez que tuviera hambre, le dijera: “Dame la comida”.
     La vieja bajó a la Tierra y, llegando a su casa, luego de tender la servilleta en la mesa de comer, dijo:
– “¡Dame la comida!”.
     Al instante toda la mesa cubrióse de abundante, rica y variada comida. Era su nueva felicidad sin igual. Pues, desde entonces, tuvo la esperanza de comer bien sin cocinar y sin gastar ni un céntimo. Empero, como era acostumbrada misera, otra vez fue al pueblo encargando su servilleta a la misma vecina a quien recomendó, también, para que no le dijera: “Dame la comida”. Sin embargo, la vecina, ya más habilidosa, dijo a la servilleta:
– “¡Dame la comida!” Y tuvo alimento en abundancia, rica y variada. Inmediatamente buscó otra servilleta igual y la cambió. La dueña, al volver con hambre canina a su casa, rápido tendió su servilleta a la mesa, y dijo:
– “¡Dame la comida!”.
     ¡Oh, qué sorpresa! Ya no hubo nada. Tuvo cólera. Lloró. Y pensó ir de nuevo ante Dios a rendirle cuentas. Pero Él, esta vez, sin escuchar bien sus quejas, le entregó un garrote, indicándole que al arribar a su casa, le dijera: ¡Dame el garrote! La petulante anciana volvió rezongona. Llegó a asu casa, y dijo al palo:
– “¡Dame el garrote!”.
     El misterioso palo se levantó a darle un soberano garrotazo, diciendo:
– ¡Huangán garrote pun! ¡Huangán garrote pun!
     La pobre mujer gritaba. El garrote seguía vapuléandola.
– So vieja ingenua, zonza, descuidada. El domingo entrante vas a ir a la misa, pero bien tempranito –le ordenó. Ella lloraba, arrodillada, rogándole que suspendiera los golpes. ¡Perdón! ¡Perdón! ¡Sí! ¡Sí! Voy a ir –le decía suplicante.
     Y, llegado el día, así lo hizo. Pero recomendó más sigilosamente, a su amañada vecina para que no le dijera nada. Pero nada. ¡Cuidado! ¡Cuidadito que le digas algo a este garrote! –le recalcó.
     Sin embargo, apenas salió la vieja, la pícara vecina, dijo al palo:
– “¡Dame el garrote!”.
     ¡Taitito para qué le dijo! El garrote se levantó amenazante y empezó con la batalla, diciendo:
– ¡Huangán garrote pun! ¡Huangán garrote pun! Se caía, se levantaba el bandido... Dale y dale estaba, diciendo:
– ¿Dónde está la burra? ¿Dónde está la servilleta? Canalla, ladrona, sinvergüenza. Devuélvemelos hoy mismo, sino te mato –decíale el garrote justiciero.
     La desdichada mujer gritaba desesperada. Pedía mil veces perdón y ofrecía devolverlos. Mas el garrote seguía dándole sin misericordia hasta que ella escapóse corriendo a reunir todo lo que había robado.
     Primero entregó la burra, puro hueso y pellejo, sin los dones de dar plata; luego devolvió la servilleta, pero ya raída, sucia, sin las virtudes que poseyó antes.
     Más tarde, la vieja ingenua, al regresar de la misa, encontró todos los regalos que trajo del cielo. Pero ¡Qué decepción!, ninguno era útil. Ya no eran como los trajo de las manos de Dios. Lloró la vieja su propia culpa. Se resignó... Y siguió cumpliendo lo que Dios dijo: “Comerás el pan con el sudor de tu rostro”.
(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru) 

Sonntag, 13. Mai 2012

PAPA ALLÉ

Por: Maurilio Mejía Moreno
Papa allé (Foto: D.R.)
     “Papa allé” o sea la cosecha de papas es una de las tantas actividades agrícolas que casi con todas las modalidades de la labor incaica de la minga se practica en La Merced, igual que en algunas partes de la serranía de nuestro Perú.

     Esta labor es propiamente de mes de mayo. De allí que pensar en mayo es pensar en el “papa allé” y viceversa, así como pensar en el mes de marzo es, al mismo tiempo, pensar en las lluvias y las nubes, como también hablar del mes de setiembre es recordarse de la Virgen de las Mercedes y de sus solemnes fiestas.

     Cuando llega el florido mes de mayo, dentro de las chacras con tiernas sementeras el valle o en las jalcas con pastos y flores silvestres, amarillean los papales y los “lánkechus” cáense en los hoyos para hacerse agridulces por insolación, aunque hay algunos que permanecen aún suspensos en las matas de papas maduras que claman recolección antes de ser víctimas de la gusanera, de la helada y del picoteo de pichichancas y perdices. Y es cuando el dueño invita a sus familiares, amigos y vecinos a la gran “papa allé”, labor que más colaboradoras manos necesita. El primer día los invitados son muy pocos y a veces nadie concurre; pero el segundo o tercer día la minga es gruesa, y se compone de niños, mujeres y hombres que han acudido llevando para el sembrador el tradicional “jichaquí” o regalo de coca, cigarro, pan, bizcocho, sal, ají, frutas y quesos, o simplemente con sus “keshis” o escardillos, alforjas o ponchos al hombro. Con regalos o sin ellos todos son recibidos como “allapukocs” o sea personas que andan de minga en minga en la época de “papa allé”, ya que no tienen ni una sola mata de este codiciado tubérculo. En las grandes haciendas es donde los “allapukocs” hormiguean más, aunque los gamonales se hinchan de orgullos y tacañerías.

     En general el “papa allé” es muy novedoso, divertido y ameno. Algunas veces son las yuntas las que surcan los patatales de canto a canto y los “allapukocs”, entre charlas, bromas, risas y juegos, escogen las hermosas papas a la ganada. Hay mucha emoción y júbilo todo el día. Las “mantadas” lucen con papas en los hoyos y rebotan los “lánkechus” en las espaldas de las buenas mozas que juguetean adornadas con flores de patatas sobre las orejas sus “llicllas” que flamean en las alas del sombrero refrescándoles el rostro hermoso, rubicundo y sudoroso.

     En el mes de mayo, todo agricultor que tiene patatares, es muy visitado; sobre todo, cuando tiene fama de bueno y generoso, los prójimos le llueven demostrándole sus aprecios y halagos. Y a todos los recibe en su “papa allé” respondiendo sus regalos con colmados celemines o alforjas de papas y retribuyendo sus trabajos con hartas “miyas” fuera del “cué” o sean las mejores papas que haya encontrado durante el día y, que por costumbre, una cinco o diez le corresponde a cada “allapukoc”.

     Las papas autóctonas, con nombres típicos, que se cosechan en La Merced son: rehuana, pányash, camutillu, milagru, ashó, útcush, kallhuash, cápllish, shoko ñati, acacapa, péchum, kelle juitu, charapa pekán, kompi, shoko juitu, jallka huarmi, palta, condor huarmi, coletu, shikra, anku, etc. Estas papas son tan sabrosas, harinosas y olorosas que todos los “mayos” se les recuerda con la avidez que incita escozor en los paladares.
(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru) 

Donnerstag, 3. Mai 2012

LEYENDA DE LA VIRGEN DE LAS MERCEDES

Por: Maurilio Mejía Moreno
El autor y la Virgen de las Mercedes

     Por lo común, el origen de muchos santos o santas que ahora son patrones de los pueblos, se pierde en el piélago de los tiempos. Sólo existen leyendas que, de boca en boca y de generación en generación, vienen trasmitiéndose.

     Así, por ejemplo, el origen de la Virgen de las Mercedes, Patrona del distrito de La Merced, de la provincia de Aija, se envuelve en leyendas que permítome narrar en estas líneas.

     Más o menos, a fines del siglo XVII, en fecha no precisa, dos extraños viajeros, después de sus largas y penosas jornadas con pesado bulto a espaldas, llegaron a descansar a la vera del camino de Kanyaspampa, en el mismo sitio donde se juntan los caminos de La Merced y de Huaraz a Aija, a la hora en que las sombras de los cerros del Occidente llegaban ya a Mallchán con los colores de una tarde otoñal.

     Una alta y delgada mujer que venía de Aija se les acercó conversándoles en esta forma:
     – ¿Qué imagen es esta?
     – La de la Virgen de las Mercedes, mamita –contestaron sorprendidos y huraños.
     – ¿De dónde vienen? –volvió a preguntarles la fisgona.
     – De Sihuas, mamita –respondieron con rapidez. En Carhuaz hemos dejado otra igual –agregaron apesadumbrados y con manifiesto cansancio de largo viaje.
     – ¿Y a dónde van ahora? –les inquirió la curiosa mujer.
     – A Coris, mamita –concluyeron los transeúntes a una sola voz.
     – ¿Cuánto es la limosna de la Virgencita tan linda? –preguntóles, por última vez, la ingenua mujer. Pero, esta vez, ellos no contestaron la pregunta, más bien dedicáronse a descubrir a la imagen para que la viera. Vio la sencilla mujer y la veneró con frucición mística, con profunda fe cristiana, continuando luego su camino.

     Los forasteros quedáronse sentados. Mientras tanto la tarde se acortaba, por lo que, después de mirar los negros y amplios horizontes, dispúsiéronse a continuar el viaje, pero con cierta pigricia. ¡Cuán grande les sería la sorpresa cuando se dieron cuenta de que la Imagen estaba inmovible! Habíase puesto tan pesada que no pudieron alzarla. Asombrados llamaron a la señora que ya estaba por ocultarse por la cumbre de Cuírap. Ella volvió, y, al informarse del maravilloso suceso, dijo:

     – ¡Ah!, esta Virgen quiere ir a mi Estancia “El Ingenio” –agregó compadecida de la situación de los viajeros que a esas horas ya no tenían a donde quien llegar, puesto que la noche les caería apenas entrando a Aija.

     Miráronse los viajeros, y, agradecidos, aceptaron la gentil propuesta. Alzaron a la Virgen. ¡Oh, qué sorpresa! ¡Ya no pesaba nada!

     Los pasajeros caminaron contentos hacia “El Ingenio” en compañía de la amable mujer. En el trayecto iban narrando las hazañas de sus viajes y la vida de la santísima Virgen de las Mercedes.

     En “El Ingenio” quedóse la Virgen entronizada como Patrona. De inmediato los naturales le construyeron un pequeño oratorio en la parte occidental del río Pescado, al pie de la casa hacienda de doña Alejandrina Larragán, donde existe aún algunas huellas de los cimientos. En este lugar, en el siglo XVII, comenzaron a rendirle culto cada 25 de setiembre y no el 24, su legítimo día, porque para esta fecha era difícil conseguir sacerdote que fuera a “El Ingenio”, puesto que tenía que celebrar la Misa Oficial de la misma Virgen en Aija, como en la hora actual.

     De año en año su festividad se hizo más pomposa y lucida con la fundación de los fuegos artificiales, corridas de toros, etc., que realizábanse en la recientemente delineada Plaza de Armas, lejos de su ermita, y en el lado oriental del río Pescado. Este hecho motivó para que los de una y otra banda del citado río, que cruza a todo el valle mercedino; es decir, los occidentales, dueños de la Virgen, y los orientales, dueños de sus fiestas, entraran en enconadas disputas, y que, cada 25 de setiembre, ebrios de alegría y dueños de su propia fe profunda, se trenzaban en duras y sangrientas peleas campales, cuerpo a cuerpo, con piedras, palos y hondas, en la Plaza de Armas y terminaban en todo el largo del río Ashcu. Esto lo hacían todos los años como ya algo tradicional. Todavía con estas escenas barbarotas la fiesta patronal era buena, y sin ellas, mala.

     Por eso, al comenzar el siglo XIX, la Virgen milagrosa, para calmar los ánimos bélicosos de sus siervos, por las noches empezó a salirse de su ermita hacia Kajapampa, que queda en el oriente, en el ángulo formado por los ríos Pescado y Ashcu, más o menos en la parte central de la hondonada del valle mercedino. Ahí amanecía entre las acelgas que habían en un pequeño puquio que existió en el actual Altar Mayor de su glorioso Templo. De esta manera, prácticamente, los de la banda occidental y los de la oriental, empezaron a quitarse a la Virgen. Los primeros, o sean los shupllacnistas, sipcinos y huacninos, devolvían a la Virgen a su sitio, pero Ella siempre repetía sus andanzas nocturnas. Esto sucedió por muchos años hasta que, al fin, los devotos se dieron cuenta de que la Virgen quería ubicarse en medio del valle, en Kajapampa, donde deberían construir su Templo.

     Por esta razón, a fines del siglo XIX, complaciendo el deseo de la milagrosa Imagen, y por acabar los líos bochornosos, sus devotos propusiéronse construirle primero una pequeña Capilla en el sitio elegido por Ella misma, o sea en Kajapampa, propiedad de don Domingo Antúnez, quien tuvo que donar su inmueble.
Sólo así se calmaron los ánimos caldeados de los mercedinos de aquellos tiempos. Y, al comenzar el siglo XX, se empeñaron en construirle el actual Templo donde se le venera. Las peleas aminoraron, y hoy se han enterrado, desde 1936, con la presencia de los custodios del orden. En cambio, la fe y el amor a la Bendita Patrona del Distrito, han crecido tanto hasta que, en la actualidad, el culto a la Santísima Virgen de mi pueblo, es mucho más solemne y reviste características propias de una Fiesta Patronal espléndida y la más sonada en las Vertientes de Ancash.
(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru) 

Donnerstag, 26. April 2012

AIJA Y SU DOLOR

Por: Maurilio Mejía Moreno

     El día domingo 31 de mayo fue un día fatal para la provincia de Aija, cariñosamente, llamada Perla de las Vertientes. Pues, cuando los aijinos estaban viviendo felices gozando los momentos tranquilos, a la hora en que las sombras de las montañas del occidente comenzaban a crecer con el sol que ya declinaba, a eso de las tres y veinticinco minutos de la tarde, prodújose el cruel y temible terremoto que sacudió a toda la provincia, sembrando pánico indescriptible entre sus pacíficos habitantes. En 48 segundos de intenso movimiento sísmico, se vio temblar a la Tierra que parecía hundirse abriéndose en infinitas zanjas; los más altos y negros cerros rocosos que rodean a la ciudad de Aija daban la impresión de caerse, inevitablemente, dejando rodar, de sus cúspides y laderales, gigantescas peñas e infinidad de diminutas piedras que se desaparecían estrellándose ruidosamente en las profundidades de las estrechas quebradas por las que corren numerosos ríos, cuyas aguas se empozaron en muchos sectores; se oyó un rarísimo ruido de todas las montañas que parecían bailar sobre una mesa destartalada y temblequeante. ¡Oh, fue una escena escalofriante! ¡No hay palabras para calificarla!

     Al pueblo de Aija le sorprendió el sismo en un momento de silencio y tranquilidad propias del generoso y acogedor ambiente aijino. Cuando nos dimos cuenta de que era un verdadero terremoto, ¡ay!, ¡Señor!, no supimos ni qué hacer. Algunos gritaron desesperados y confundidos; otros, clamando a Dios, nos arrodillamos en donde pudimos hacerlo, con las manos juntas, cual pecadores que piden clemencia, en compañía de nuestros hijos, padres, hermanos o solitarios; muchos corrieron por las calles, desorientados, gritando, y otros nos detuvimos en los patios y umbrales de nuestras casas, sin decir palabras, mirando solamente los cerros y las casas que se caían, estrepitosamente, y oyendo, asimismo, los ruidos ensordecedores del mundo que temblequeaba. Muchos, en esa hora de desesperación, optaron decir: ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me castigas tanto? ¡Shantichito, Shantichito, sálvame, sálvame! Pero la tierra siguió temblando ruidosamente.
   
     Por otro lado, las personas nerviosas y los ancianos, presos de un susto irrefrenable, quedáronse enmudecidos, enfermos y temblorosos, y los niños lloraban en los brazos oprimentes de sus asustadas madres que esforzábanse para salvarlos, y otros, abandonados a su suerte, correteaban en las calles, plazas y campos deportivos a donde salieron sin que los padres supieran de ellos, y pocos, con permiso que a mala hora les había concedido la madre o el padre.

     La hermosa ciudad de Aija, en una tarde calurosa de otoño se quedó casi totalmente destruída. Casas que fueron construídas en muchos años, con paciencia, esmero y gusto, se desplomaron y cuartearon en un momento exhibiendo, entre los escombros, la riqueza de algunos y la pobreza de muchos, a quienes, en un instante, Dios los igualó en la desgracia y el dolor; mansiones elegantes y modestas, sin distinción alguna, unas se cuartearon, se rajaron y se cayeron a la ganada; se oyó el rechinar característico de los maderajes de los edificios que se deshacían, y la caída rimbombante de los terrados y adobes que hacían temblar y sonar más a la ciudad que se sepultaba ante el grito desesperante de sus moradores que, perturbados, corrían en busca de salvación, por las calles llenas de adobes y tejas desmenuzadas, felizmente, sin ser víctima de tales tejas, en ese infausto momento en que la ciudad de Aija parecía convertirse en polvo asfixiante.

     Cuando calmó el terrible movimiento terráqueo, los ilesos salimos por las calles en busca de nuesros familiares y vecinos, pero, ¡oh, qué sorpresa! todo el mundo lloraba a gritos; todos decían: ¡Se acabó mi casa, Virgencita! ¡Ya no tengo casa, madre mía! ¿Dónde están mis hijos? ¿Dónde está mi esposo? ¿Dónde están: mi mamá, mi hermano, mi papá?... Y, así, recorrimos por las calles que estaban llenas de escombros, y ni se podía pasar por ellas. Llegamos a la Plaza de Armas que habíase destruído y desfigurado. Allí sentimos de nuevo el movimiento, y la gente se arrodilló frente a la iglesia tremendamente afectada. Y, mirando los horizontes que cubríanse de nube compacta de polvareda, comprendimos la magnitud de la fuerte furia telúrica que había castigado a Aija; pensamos en el inmenso daño material que acababa de ocasionarnos el inesperado fenómeno sismológico, y lloramos la suerte de nuestros familiares y demás prójimos, aunque después comprobamos que, en la ciudad, los muertos habían sido muy pocos, relativamente.

     Estando en la malograda Plaza de Armas de Aija, una vez más, nos dimos cuenta que las casas de la ciudad habíanse caído en su totalidad. En esas circunstancias –menos de diez minutos del cese del movimiento– oyóse otro ruido atronador que de Huancapetí se acercaba a nuestra ciudad; algunos pensaron, aunque peregrinamente, de que venía un aluvión. ¡Corrámonos! ¡Corrámonos!, decían a voz en cuello. Pero, en realidad, todo fue causa del susto del momento. Pues, era nada menos que el desborde de las lagunas represadas de Primer, Segundo y Tercer Karán, cuyas aguas tomarían sólo su cauce profundo sin afectar a la ciudad de Aija; pero los aijinos asustados no pensaron así, sino que se corrieron más a Jirca; obedientes a las voces del Reverendo Padre Bustos, del Jefe de Línea, Lazarte, y otras autoridades locales, dejando así abandonada a la ciudad que gemía la desgracia y sufría el dolor que le causaba la destrucción. El bravo y rugiente río Santiago, que pasó caudaloso y de aguas turbias y negras, vióse brillar, río abajo, con los rayos del sol de la tarde, al pasar por el movedizo Copin, y recién los aijinos comprendieron que no inundaría a la castigada ciudad vertientina de Aija.

Todos abandonamos a Aija, aunque jamás habíamos pensado hacerlo. Muchos hombres, recobrando cierta serenidad, eso de las cinco de la tarde, esquivando los peligros que ofrecían muchas partes de las casas afectadas, al ver que era ya imposible volver a la ciudad, empezaron a sacar catres, frazadas, colchones, etc., de sus casas arruinadas, para llevarlos a Jirca en donde muchos se determinaron pernoctar, antes de ser víctimas del terremoto a repetirse. La ciudad quedóse en escombros. ¡Qué triste! Aija sólo había existido hasta ese fatal día. De muchas tiendas y cantinas cerradas trascendían olores de licores, percibiéndose con nitidez el del alcohol y cerveza; algunas casas comerciales quedáronse abiertas con sus artículos vendibles machucados con adobes y mezclados con tierra. ¡Qué horror!

     Vino la noche y la ciudad, enferma y herida, triste y adolorida, anochecíase abandonada. Aija estaba arruinada al anochecer del último día de mayo friolento y la noche con cielo estrellado, mientras que el río Santiago seguía bramando incesantemente, aunque de caudal ya había aminorado luego de haber barrido todo lo que a su paso había hallado.

     Los aijinos, en sobresaltos, pasamos la primera noche en la intemperie, fuera de nuestras casas, sin poder conciliar el ansiado sueño de otras noches felices, puesto que estuvimos pensando en nuestros parientes y prójimos que viven en los distritos y fuera de la misma Provincia. La preocupación creció más cuando pensamos en las peores consecuencias que traerían los frecuentes movimientos de la tierra que seguía moviéndose de vez en vez. Cada cual, conforme pudimos, nos ubicamos, aquella noche inolvidable, en los alrededores de Aija, como son: Rokna, Ajuspampa, Jirca, Marcacoto, Huáncall, Chillcao, etc., lugares donde, toda la noche, la gente hacía bulla y brillaban luces de lámparas y de velas.

     Más entrada la noche escuchamos las noticias que propalaban las emisoras capitalinas haciendo mil comentarios del terremoto. Por las noticias de ocho a diez de la noche nos informamos que la ciudad de Trujillo había sido fuertemente afectada, lo mismo nuestro Chimbote, Casma, Huarmey y otros pueblos. Pero no se sabía nada, esa noche, de la tremenda magnitud de la destrucción de Ancash su Capital: Huaraz. Mucho más aún de la Bella Provincia de Aija, nadie dijo nada. Pues, Aija se durmió aquella noche sufriendo sola su dolor profundo, cual paloma gravemente enferma, con sus distritos: La Merced, Huacllán, Coris, Succha, Huayán, Malvas y Cochapetí a sus lados, fuertemente heridos también con la misma arma cruel de aquel día fatal e inolvidable del 31 de mayo de 1970.
(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru) 

Montag, 16. April 2012

PICHICHANCA

Por: Maurilio Mejía Moreno

     Pichichanca es palabra quechua con la que se llama al gorrión. Etimológicamente resulta de la fusión de dos vocablos quechuas: Pichi que significa “no sé quién” y Chanca que significa “llegará”. Sinónimo de chanca es también pata, pierna. Pichichanca semánticamente quiere decir: “no sé quién llegará”.
   
     Aparte de este nombre, de acuerdo a su lenguaje, el gorrión se llama también Chackia, que significa “gorrión que avisa la llegada de alguien”, y se deriva del lenguaje onomatopéyico Chack que quiere decir “sonido de la pisada” al que se le une la terminación “ia”, resultando Chackia.
   
     Cuando una pichichanca llega al patio de una casa o se acerca a la puerta diciendo: “chack... chack... chack...” el dueño de ésta dice: “No sé quién llegará”, y agrega: “ya vino el chackia a dar aviso”.

     El anuncio del chackia es infalible y digno de varidos comentarios. Así, por ejemplo, un día me hallaba solitario en mi casa solariega, de pronto se presentó en el patio un ágil chackia, saltando y picoteando con toda la agilidad que le caracteriza. Entre saltos y picotadas decía: “chack... chack... chack...” anunciándome con ello la llegada de algún visitante.

     Entonces, sabedor del lenguaje del pajarito, en cuanto se presentó, corrí por el amplio y poético patio con la seguridad de encontrar a alguien.

     ¡Cuán grande fue mi sorpresa al comprobar la verdad en el lenguaje dulce del misterioso y adivino Chackia!

     Se presentó un hombre... Y esto vino a comprobar la verdad del anuncio del Chackia, mensajero de los viajeros visitantes, y me trajo a la memoria el estribillo que de la boca de mi padre aprendí en mi niñez:

Pichichanca malicioso,
gorrioncito pretensioso,
declárame con franqueza,
¿quién es el que viene a verme?

     El pichichanca es, pues, un pajarito muy hermoso; de cuerpo pequeño y redondo; de vuelo veloz y bullanguero, vuela de un monte a otro, de rama en rama o a distancias cortas; anida en los pajonales, arbustos, montes; tiene patitas cortas y muy delgaditas, de allí que irónicamente se les llama “patitas de pichichanca” a las personas de piernas delgadas.
 
     Posee un corto, fino y hermoso plumaje de color gris en la parte anterior de su cuerpo; una cola delgada y alas pequeñas; el dorso está pintado de pequeñas rayas parduzcas, semejándose al color del llamado “gato romano”. Su cuello es pequeño con finísimo plumaje de color semirojizo; cabeza muy chica con plumitas levantadas en la coronilla; ojos redondos, chicos y vivaces, circundado de rayas finas de color negro y blanco y perpendiculares al pico, semejándose a la flor de habas. El pico es conirrostro con el que desgrana las espigas del trigo, cebada y lino. De este pico fino y sonoro, se desgrana su canto melodioso que alegra al chacarero y endulza la vida de quien lo escucha.

     El trino del pichichanca a veces conmueve el alma y cautiva el corazón. Trinos de ese acento se percibe en mi tierra, en la estación de otoño, cuando el cielo le otorga claridad; cuando las flores del campo le brindan perfumes y hermosuras; cuando las habas dejan verse entre sus tallos, “anchovetas verdes” con uñas de gato; cuando los trigales dejan erguirse y llenarse de grano las espigas; cuando las papas, ya maduras, están a flor de tierra o en los hoyos abiertos, al aporcarlas, al costado de cada mata.

     En la bella estación de otoño, entre los pajonales que florecen y en cada arbusto, monte, trigal que circunda las mansiones de la tierra ancashina, no falta un pichichanca que levante el pico para silabear alegre y casi ininterrumpidamente su dulce estribillo, en esta forma: “Pichi... chiú... chiú... pichí... chiú, chiú...” endulzando la vida y haciéndola más llevadera en los momentos de soledad y angustia.

(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru) 

Dienstag, 27. März 2012

ACHIQUÉ

Por: Maurilio Mejía Moreno

     En una comarca lejana y solitaria de La Merced vivían dos esposos que tenían dos hijos, siendo mujer la mayor. Época hubo en que esta pobre pareja fue víctima de la hambruna que desatóse, despiadadamente, por toda la comarca, por lo que, un buen día, dejando a sus dos pequeños en casa, salieron de este lugar en busca de víveres.
     Después de largos días de triste ausencia volvieron de noche a la casa llevando solamente algunos granos de maíz que, de inmediato, como estaban tan famélicos y casi exánimes pusiéronse a tostar, sigilosamente, para no despertar a sus hijos que dormían agónicos de hambre en uno de los rincones.
     Prendida que estuvo la candela, buscaron la callana y el “chaspi” dialogando en voz baja, de esta manera:
     – ¿Dónde está la callana? –preguntaba el esposo.
     – ¿Dónde está el “cashpi”? –preguntaba la esposa.
     El hijo varón entendió estas interrogaciones a pesar de ser callanditas y, al reconocer la voz de sus padres, desde su lecho contestó con trémula y agonizanze voz, diciendo:
     – Yo veo la callana y el “chaspi”, mamita.
     Los padres juzgaron inoportuna esta intervención, por lo que, impacientes y coléricos, determinaron llenar a los chicos en una “shicra” para llevarlos a arrojar por un inmenso y profundo precipicio. Así lo hicieron. Pero Dios quiso que felizmente la “shicra” se quedara prendida en las espinas de una mata tremenda de “keshke” que había en los laderales del despeñadero inaccesible en donde los hermanitos, de momento en momento, gritaban agónicos pidiendo auxilio. Nadie podía entrar en aquel sitio. Sólo alguna ave podía volar y llegar hasta allí. Y, justamente, esa ave fue el cóndor que, por casualidad, pasaba por allí, oyendo los quejidos clamorosos de los niños que le decían:
     – Tío Cóndor... Tío cooondooór... Sáquenos... Salvanoooós...
     El gigante rapaz compadecióse de las desdichadas criaturas pues, cogiendo la “shicra” entre sus garras poderosas, sacó hacia una inmensa pampa donde la dejó, y los niños, al patalear libremente en tierra plana, rompieron la “shicra”, liberándose.
     En seguida los pequeños fueron andando por el camino que pasaba por la pampa y llegaron a una choza abandonada en la que encontraron, tras del fogón sin candela, algunos granos de maíz y trigo crudos. Quisieron tostarlos, mas no hubo tiesto, ni candela, ni “chaspi”. Y, al momento, vieron a lo lejos el humo que salía de la cueva ófrica. La hermana mandó a su menor a buscar la candela y el tiesto. Este, obediente, se fue corriendo y llegó a la cueva humeante donde halló a una vieja mujer que le dijo llamarse Achiqué, aparentemente buena, caritativa y que, a su vez, dijo ser tía de ellos, y, en consecuencia, les obligó ir a estar con ella en su casa. Agradecidos se recogieron allí los dos hermanitos. En la tarde la vieja les dio de comer los duros “collushtus” hervidos; ellos no pudieron comer nada, aunque el hambre les mataba. En cambio, la vieja comía envidiablemente como a la papa sancochada al extremo. Los niños quedáronse maravillados de la tía de tan raras costumbres. Y, en la noche, para que duerman les dio un solo pellejo chico de carnero. No pudieron dormir. El menorcito lloraba de frío. Entonces la tía dijo que él fuera a dormir con ella, a lo que accedió la hermanita.
     Pero a medianoche el chico empezó a quejarse lastimeramente; la chica se dio cuenta que era la voz de su hermanito, y se atrevió, con sumo respeto, preguntó a su tía, diciendo:
     – Tía, ¿qué le pasa a mi hermanito?
     – ¡Nada! –contestó la vieja con energía y callóse la chica. Sin embargo, el hermanito seguía gimiendo, diciendo esta vez:
     – ¡Achachau!... ¡Achachau!
     La hermanita otra vez preguntó, en esta forma:
     – ¿Qué le hace Ud., tía, a mi hermanito?
     – Yo no le hago nada. Sólo los pelos de mi sexo le hincan –le remató con cólera.
     Al fin cesó el quejido y la hermana quedóse tranquila creyendo que su hermano y su tía quedábanse dormidos. Pero... pero había sido que a esa hora, con lentitud asombrosa, había terminado de matar a su hermano cortándole el cuello con “sequis”.
     Cuando amaneció la chica preguntó por su hermano, y la tía le contestó:
     – Tu hermano no es haragán como tú. El ha ido temprano al campo a cazar perdices y palomas. Ya debe estar de vuelta.
     Dicho esto dirigióse a su cocina donde tenía una “asuana” en la que hervía algo que la chica ignoraba. Y, como la sobrina preguntaba cada vez más insistente por su hermano, la viejucha pensó que ella fuera a traer agua con una canasta. Aunque, apenada, obedeció la orden yéndose al puquio del que no pudo sacar agua. Padeció mucho. Ingenió ponerle hojas de “chuchokora” a la canasta. También cubrióla con barro. Mas no pudo. Era imposible. Se pasó casi toda la mañana en este afán. Por fin decidióse volver donde la tía a decirle que era imposible llevar agua con la canasta. Entonces, la vieja ordenó que mejor se quedara en la casa a moler ají, mientras ella misma iría al puquio a traer agua. Luego se echó a correr encargando al “wechó” para que le silbara en caso que la sobrina abriese la olla hirviente. ¡Cuidado que no me avises! le dijo al animal, y se fue.
     Empero el “wechó” contó a la niña de que en la “asuana” estaba hirviendo el cuerpo de su hermano, le aconsejó, a su vez, para que lo sacara y lo metiera allí el de Bernavita, hija de la vieja Achiqué. Además, le dijo que partiera de viaje llevando el cuerpo cocido de su hermano. La muchacha cumplió todas las órdenes del ave. Se fue cargándolo todo en una lliclla roja, y cuando ya iba a dar vuelta a una cumbre lejana, el “wechó” silbóle a la vieja Achiqué, quien, para esos instantes, estaba peinándose tranquila en la fuente sin haber llenado todavía el agua en su canasta. Y, al oir el silbido del encargado, corrió, desesperadamente, dejándolo todo. Pronto estuvo en su cocina, pero, como la “asuana” estaba hirviendo así como la dejó insultó al “wechó” por “kara chupa” y mentiroso, y se regresó tranquila por el agua.
     Trajo el agua, pero al llegar a la casa no encontró a la sobrina; creyó que estaba jugando en el huerto con su Bernavita. Tuvo hambre y empezó a comer el cuerpo de su sobrino que todavía estaba medio crudo. Lo aderezó con el ajicito y comió hasta saciarse. Luego llamó a su hija, diciendo:
     – ¡Bernavita! ¡Bernavita! ¡Bernaaa...!
     – ¡Mamá! ¡Mamá! –contestó desde el estómago de su madre. La vieja no supo ni qué hacer. Sorprendida se puso de cuclillas queriéndo defecar. Quiso evacuar lo que había comido, porque dióse cuenta que lo comido era su Bernavita.
     Estando en este afán vio que la sobrina ya se ocultaba por la cumbre lejana y, desesperada, se echó a correr a vuelo del pájaro.
     La niña dio vuelta a la cumbre y encontró a un viejo “añas” a quien le dijo:
     – Tío “añas”, escóndeme porque Achiqué me persigue.
     El animal contestó:
     – Bueno, pues. Ven –y la metió en su escondrijo sentándose en la puerta de éste.
     Allí llegó Achiqué preguntando, en esta forma:
     – “Auquis añas”, ¿has visto pasar por acá a una chica con lliclla roja?
     – ¡No! No la he visto, porque he estado ocupado escarbando en mi huerto –dijo el apestoso animal. La vieja le refutó, diciendo:
     – ¿Y qué es lo que está en el hueco?
     – Son mis trapos –respondió el “añas”.
     – Quiero verlos –exigió Achiqué.
     En ese instante el zorrillo lo roció con su orina nauseabunda dejando a la vieja ciega por más de media hora. Mientras tanto la chica huyó llegando donde un zorro que echado estaba en una pampita de una quebrada, y le dijo:
     – Tío “atok”, escóndeme que vengo perseguida por Achiqué.
     – Ven, hija, ven –le dijo el astuto animal y cuando llegó la escondió entre sus patas. Allí llegó Achiqué y le preguntó así:
     – Ladrón “atok”, ¿has visto pasar por aquí a una chica que lleva un atadito en lliclla roja?
     – ¡No! –respondió enojado el zorro astuto.
     – Pero, ¿qué es lo que tienes entre tus patas? – insistió Achiqué.
     – Son mis ponchos –dijo el “atok”.
     – Quiero verlos –replicó Achiqué y se acercó chocándose con que todo era trapo. El zorro aprovechó el momento para deshonrar a la vieja dejándola desmayada. Y aprovechando de este momento la chica se escapó y encontró en otra quebrada a un “luicho” hembra a quien, también, le suplicó para que, por favor, le ocultara. El rumiante la escondió dentro de sus patas.
     Achiqué se presentó preguntando por la chica, pero el animal contestó que no la había visto.
     – Veo que está dentro de tus patas –dijo la vieja.
     – ¡No! Son los pañales de mis crías –respondió el “luicho” hembra.
     Achiqué se acercó diciendo que quería ver, y el cornúpeta le dio soberanas cornadas hasta que la niña pudo escaparse llegando, esta vez, donde un cóndor que estaba sentado sobre una peña, a quien le rogó porque le escondiera y éste le ocultó entre sus alas soberanas. La bruja Achiqué se presentó preguntando por la chica y el rey de las aves contestó:
     – Yo no la he visto porque he estado ocupado tocando mi pincullo.
     – ¡No! Está dentro de tus alas, so “kala cunca” cóndor –lo insultó al ave.
     – Ven, entonces, búscatela –dijo el viejo cóndor amargado.
     Cuando llegó la vieja le dio tremendos aletazos dejándola desvanecida. Entretanto la muchacha logró escaparse y llegó donde un viejo tejedor quien le ordenó que el cadáver de su hermano lo llevaran en una “asuana” recomendándole no abrir cuando pasara el primer cóndor, sino el segundo; pero la chiquilla abrió, equivocadamente, apenas pasó el primer cóndor; pues estaba tan nerviosa debido a que el tejedor habíale dicho que si abriera después del paso del segundo cóndor, hallaría a su hermano tan sano como estuvo. Cuando abrió la muchacha se sorprendió al ver que de la “asuana” salía un “pichis” lanudo. En esas circunstancias se presentó Achiqué migueleando al tejedor para comérselo; pero éste le mandó pasar a la cocina a prender la candela. La bruja entró rápido y del tejedor recibió varias semillas de ají para que, una vez prendida la candela, echara al fogón. En cuanto entró la bruja a la cocina, el dueño cerró la puerta dedicándose reposadamente a tejer en su ruidoso telar. En cambio, la perversa vieja empezaba a gritar a voz en cuello, ahogándose con el humo y con el olor picante de las pepas del ají. Al fin salió de la zorrera y se dio cuenta que no había nadie, ni el tejedor, ni la chica, ni el pichis. Pues la muchacha había fugado cargando al pichicho, y, al ver que la vieja le seguía y ya estaba cerca, subió a una peña e insistentemente llamó a San Pedro pidiendo que le soltara una guasca. Escuchóle San Pedro y le soltó un cordón de oro y la chica empezó a subir al cielo con su perrito a la espalda desapareciéndose en el infinito azul ante la mirada asombrosa de Achiqué.
     Entonces, la maldita bruja Achiqué también subió a la peña y gritó:
     – “Kala peka” San Pedrooó... Suelta para mí, también, el cordel de oro.
     El apóstol le soltó una “shacta” larga y delgada con un pericote al lado. La vieja echando mil venablos subía al cielo. Y el ratón, apenas comenzó a ascender, empezó a roer la pita, y, poco a poco, fue comiendo. la bruja dióse cuenta y gritó:
     – “Auquis ucush”, ¿creo que estás comiendo mi soga?
     – ¡No, vieja! Yo como mi bizcocho quemado y duro.
     – ¡Ah, ya! –dijo la vieja astuta. Pero cuando ya iba a asirse de la puerta del cielo, por donde había entrado sus sobrina, el pericote cortó la soguilla. Para qué, ¡Dios mío! Pues Achiqué se vino al suelo, gritando así:
     – ¡A la pampa...! ¡A la pampa...! ¡A la pampa...! ¡Quítense espinas! ¡Quítense piedras! ¡A la pampa...! ¡A la pampa...! ¡A la pampa...! Dándos volteretas maravillosas en el espacio llegó a dar a la punta más filuda de una inmensa peña de la cadena de cerros donde se estrelló reventando como una bomba fantasmal y estruendosa, y su sangre se desparramó por todas las montañas del mundo originando así el eco que hay en todas las rocas de los cerros desde donde nos imita cuando hablamos, cantamos, tosemos, etc.
     Mientras tanto la sobrina de Achiqué llegó al cielo y se presentó ante Dios a quien le confesó toda su historia en este mundo. Compadecido, Dios ordenó que a su perrito lo llenara en un baúl de oro y que esperara su orden para abrirlo. La criatura quedóse asombrada y esperó con paciencia contemplando el Paraíso, y cuando Dios dio la orden corrió y luego abrió. Pero, ¡oh, qué sorpresa!
     Se dio con que en el baúl de oro su hermano estaba durmiendo elegantemente y al instante se despertó y se levantó tan sano como estuvo en la Tierra. Ambos hermanos se presentaron ante Dios, quien les colocó en la gloria para que allí vivan eternamente felices.

(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru) 

Samstag, 24. März 2012

A LA SOMBRA DE UN ALISO

Por: Maurilo Mejía Moreno


     Con el cuerpo enfermo y el corazón triste, monologando en silencio y la soledad, estoy sentado, hoy día caluroso de octubre inolvidable, bajo la fresca sombra de un ramoso y alto aliso, y apartado de incesantes ruidos mundanales que incomodan en una ciudad. Estoy junto al puquio azulino del que mana agua dulce y cristalina que me incita a beberla, incansablemente. Mas estoy enfermo. No puedo tomarla como cuando era sano.

     No sé por qué ni a qué he venido a este lugar umbrío que me abruma de mil recuerdos llorosos que de mi mente fluyen como el agua de manantial que estoy mirando.

     No hay con quien conversar ni hay a quien contarle mis males, mis penas y dolencias. Me siento solo. Absolutamente solo y enfermo.

     El viento ruge en los eucaliptos que circundan a mi vieja y solitaria morada, y silba, con son prolongado y melancólico, en las laderas de Huamánpinta y Tzacra, mientras que los pajarillos festivos entonan, desaforadamente, sus eufónicos estribillos de siempre entre los dorados cebadales de la aldea, brindándome así la tierna música de la vasta campiña, música divina que reconforta a mi enfermo y atribulado corazón.
¡Nadie viene ni hay esperanzas de que alguien me llegue!

     El horizonte que miro es tan dilatado como el corazón doliente que tengo. Mi pobre alma solloza y gime, abandonada y solitaria, la dolorosa ironía de su destino, viniendo a dejar en este puquial un recuerdo más para que, cuando este pesado esqueleto ausente, se quede gimiendo y sollozando más hondo y lúgubre bajo esta misma sombra...

     Pero es mejor que me vaya siempre con mi dolor, mi fiebre y mi pena que no me abandonan aún en las sendas de esta insondable soledad. Me voy cantando mi suerte, mi soledad, mi dolor. ¡Adiós, aliso y tu sombra! ¡Adiós puquio querido! Ruego a Dios que mi tétrico retiro sólo sea para volver... volver de nuevo a descansar en este mismo sitio y bajo la misma fresca sombra del aliso que planté.

(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru) 

Mittwoch, 14. März 2012

SEÑORITA GRIPE

Por: Maurilio Mejía Moreno

     Fuerte sequía azotaba a La Merced para diciembre de 1919. En las noches veíase el relampagueo de parpadeantes reflejos luminosos seguidos de un retumbo extraño que oíase desde la Cordillera Blanca del Callejón de Huaylas.
   
Los mercedinos que moraban en las partes altas, mirando al oriente, observaban, frecuentemente, este fenómeno raro que les entristecía en las noches frías y estrelladas. En sus mudas meditaciones suponíanse que aquello era quizás el anuncio de la venida de alguna enfermedad grave o de la triste hambruna. Estas ingenuas conjeturas de los modestos campesinos eran comentadas muy a menudo y empezaron a circular como noticias novedosas y de interés en mi pueblo y en toda la región vertientina de Ancash.

     Dentro de poco tiempo súpose que en Recuay, efectivamente, ya había gran mortandad. A La Merced también llegó la noticia de que a Ticapampa había llegado una Señorita española en compañía de un hermoso galgo flaco, ágil y muy ladrador, y portando en las manos una hoja grande de eucalipto. Decíase, entonces, que esta hermosa mujer era la misma figura de la enfermedad, cuya venida habíase anunciado con rarísimos reflejos nocturnales. A esta extraordinaria mujer la llamaron SEÑORITA GRIPE y decíase de ella que había comido el corazón de su madre, porque ésta, a su vez, se lo había comido el corazón de un carnero, novio de la Señorita de atrayente belleza que, por maldiciones de su madre, convirtióse en una enfermedad. En La Merced comentábase de que en Ticapampa habían matado a balazos al galgo de la bella Señorita, cuyo resentimiento motivó para que, desde ese momento, la terrible gripe se propagara, de noche a la mañana, en toda la población ticapampina. Sin dejar una alma. También en Aija se supo de la presencia de la Señorita Gripe, y los aijinos preparáronse para atajarla. Acordaron no recibirla ni darle hospicio. Por eso no fue raro ver ramas de eucaliptos plantadas en las puertas de las casas de la ciudad aijina. Así lo hicieron para impedir la entrada de la Señorita Gripe. Creyeron que el eucalipto era el remedio de esta gripe, porque la Señorita Gripe portaba la hoja de este árbol que no bien aún se cultivaba en Aija. Pero no fue así. Pues la misma noche que plantaron las ramas, los dueños de las casas así adornadas, amanecieron gravemente enfermos sin tener a nadie que les atienda siquiera con una gota de agua. En vista de ello el señor Gobernador, don Demetrio Pajuelo Mejía, pensó detener la propagación de tan peligrosa gripe. Con tal objeto a toda la gente repartió el creso para que regaran sus habitaciones. Pero fue peor. En la ciudad ya nadie andaba. Todo el mundo estaba enfermo, gravemente. Se dice que quedábanse de sopetón como un “tronco”, sin acción, con alta fiebre, con tos rebelde, con hemorragia nasal o bucal.
   
     Cuando en La Merced sabíase ya de este alarmante suceso que causaba miedo y nervios, en el Caserío de Catzok, en el paraje de Querok, apareció la enfermedad. Y, para fines de diciembre, la mortandad en La Merced estuvo en su apogeo. La gente moría a cada hora, luego de resistir sólo un día de gravedad. El viejo panteón de “San Antonio” de Jekana llenóse pronto, ya que los cadáveres llegaban de todos los centros poblados del valle mercedino, de hora en hora, ya en los hombros de sus deudos, ya en “kirmas” de palos atravesados, sin ataúd ni mortaja, simplemente envueltos en sencillas y ásperas bayetas blancas de lana, atados con sogas de cuero de res o con finas pitas de pencas; algunos llegaban en lomos de asnos como cualquier animal muerto, puesto que ya no tenían ni familiares vivos. Diariamente el cementerio estaba lleno de gente como en el Día de Todos los Santos. El entierro lo hacían hasta de noche. Los sepultureros voluntarios, don Gregorio Manrique y Jacinto Antúnez, se encargaban de enterrarlos conforme podían hacerlo. Después que pasó todo, ellos contaban escenas más tristes y cuadros más horribles que habían visto en los entierros nocturnos.

     Este castigo gripal de triste recordación en mi pueblo y en toda mi Provincia, duró hasta fines de enero de 1920, aunque ya no con la intensidad que tuvo en diciembre anterior. Muy pocos hombres y mujeres habían resistido la visita mortal de la Señorita Gripe. Muy contadas personas habíanse salvado. Algunas recuperaron la salud con bastante lentitud. La Merced, se dice que quedó casi despoblada. Poco sobrevivientes andaban enlutados todo un año, llorando siempre la desgracia que les había azotado con la consiguiente pérdida de los suyos y dando diferentes y antojadizas interpretaciones a las causas de tan maligna gripe que les visitó después de la Primera Guerra Mundial.

     Cuentan que en los carnavales de febrero de 1920, poquísima gente había en mi pueblo. Nadie bailaba. No jugaban. Estaban todos de duelo. Solamente cuentan que el cantor y guitarrista popular de aquellos años, don Pedro Rodríguez, entre lágrimas, cantaba su huayno que hasta hoy se canta, con cierta melancolía, cuya letra es como sigue:
Señorita Gripe
shuyaricallame,
haciendallatarak
disponíscamushak;
cuye palomallatarak
despedicamushak.

(Traducción)
Señorita Gripe
espérame,
a mi hacienda todavía
voy a disponerla;
a mi paloma todavía
voy a despedirla.


(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru) 

Mittwoch, 7. März 2012

LAS RECUAS DE ELISEO


Don Eliseo y sus recuas contribuyeron al desarrollo de la Región ancashina

     Sabido es que, anteriormente, el viaje de Aija a Huarmey y Lima se hacía saliendo de Shíquin y pasando por Seke, el puente de Shanán y el pueblo de Huacñán, y de allí por las lomas de Minas se llegaba al pie de San Gabino para, nuevamente, seguir la caja del río hasta el puerto de Huarmey, con pocas y pequeñas desviaciones. Pero a fines del siglo XIX, bajo la dirección del digno ciudadano aijino, don Angel Antúnez, se abrió el camino de herradura que ahora pasa por Angel Cruz –llamado así en memoria a su autor– por Mellizo, Succhapampa y San Gabino, cuyo puente inauguróse el 22 de agosto de 1890. Esta obra se hizo únicamente por acción cívica, sin ayuda estatal, solamente la Empresa Minera de Ticapampa nos dio la mano. Con la apertura de esta nueva vía la comunicación entre Aija, Huarmey y Lima se mejoró notablemente, porque se acortaron la distancia y el tiempo de viaje a la costa.

     En las últimas décadas del siglo XIX y en la primera mitad del XX, surgió en Aija la legendaria figura de don Eliseo, personaje que desempeñó el papel más importante en la muy difícil tarea de transportar mercaderías desde el Puerto de Huarmey hasta Aija, Ticapampa, Recuay, Huaraz y otros pueblos del Callejón de Huaylas.

     Don Eliseo era dueño de Huacñán, hoy Hacienda San Damián, donde se dedicó a la ganadería criando ganado vacuno, caballar, mular y asnal. La noble industria ganadera dióle pingües ganancias que abultaron su fortuna, y pronto convirtióse en el hombre más fuerte y útil de Aija de aquellos tiempos, porque sólo él, igual que el mestizo Cacique de Tungasuca, don José Gabriel Condorcanqui, fue capaz de contar con formidables recuas de 120 mulos de carga y 120 burros bien aparejados para transportar mercaderías de la costa a la sierra de Ancash, y conducir, al mismo tiempo, hacia el Puerto, los ricos minerales de las minas de Ticapampa, de San Salvador, Parco, Santa Rosa y la lana del asiento ganadero de Utcuyacu, actividad que tomó el nombre de “la baja” y “la torna”, recordadas hasta ahora.

     Las recuas de Eliseo estaban divididas en 20 piaras de mulos, de 6 cada una, a cargo de un solo mulatero, y 12 piaras de burros, de 10 cada piara, al mando de un solo asnerizo. Los burros llevaban, generalmente, cargas de menor peso y tamaño solamente. En cambio, los robustos y briosos mulos y mulas conducían, preferentemente, los bultos más grandes y pesados: fardos de mercaderías de toda clase, calaminas para techar el Convento de Huaraz y otros edificios, sacos de sal común, barriles de todo tamaño, tubos de diferentes diámetros y longitudes, rieles para las minas y postes de fierro para el tendido de la línea telefónica de Lima a Huaraz, etc., etc.

     Cuentan que la faena más difícil, peligrosa y pesada, era la conducción de “Cable-alambre” para oroyas y huinchas; cuatro mulas conducían a una carreta de éstos; un mulo iba tras de otro, en fila; una carga a otra estaba unida por el grueso y pesadísimo “cable alambre” por dividir. Esta fue la labor má operosa, nos dicen los arrieros que aún viven, porque, si un mulo se rodaba, todos se iban al río jalando hasta a los mulateros. En las curvas de Angel Cruz, Mellizo y San Gabino, los recueros silbaban y gritaban más al compás de los tristes y sonoros cencerros de las recuas de Eliseo Larragán; sin embargo, a veces, a causa del menor descuido o nerviosismo, gritando: ¡Jaya!, ¡Jaya!, ¡Jaya, ¡Urra!, ¡Urra!, todos se iban a las profundidades del estrecho Cañón del Pato de las Vertientes, en donde las rocas del río, destrozándolos, regalaban a sus aguas la sangre de los infortunados arrieros y sus huesos eran difícilmente rescatados para el cementerio, y a los de los animales exhibíanlos para los buitres y cóndores de los Andes aijinos. Por eso, para no caer en esas fatalidades, con los mulos de Eliseo trabajaban solamente los hombres más fuertes, valientes, temerarios, serenos y acostumbrados en las más raudas faenas que mejor les haya “despertado”.

     Encontrarse con las recuas de Eliseo en las curvas de Mellizo y otros parajes de la gran arteria vial de Aija, era peligroso. Por eso los viajeros comunes iban atentos al característico tin lan, tin lan, tin lan de los cencerros o campanas de las mulas madrineras que venían adelante, bufando y cencerreando, como para anunciar el acercamiento de las recuas de Eliseo, a fin de que todo el mundo se arrimase en sitios adecuados y dejar pasar libremente a los mulos elíseos con enormes fardos al lomo que, a veces, ocupaban todo el ancho del camino, y sino, al pasar a trote, sin respetar a nada ni a nadie, lo aventaban por el precipicio de 10, 50 a 500 metros de altura, según los trechos.

     En esta arriesgada ocupación de arrieraje había de 50 a 60 hombres, de los más selectos, que viajaban por turno. De Aija a Huarmey, ida y vuelta, con mulos, lo hacían en ocho días y con burros en 15 a 16 o más días, con jornales de ocho soles por viaje. Muchos aijinos, succhinos, huacllinos, corisinos, huayanos y, sobre todo, los mercedinos, de los más bravos hombres, trabajaban en esta singular Empresa de Transportes de Eliseo, como: Mauro Gomero, Benjamín Mejía, Ruperto Medina, Espectación Manrique, Apolinario Sánchez, Víctor Mejía, Tomás Sánchez, Eulogio Maldonado, Tomás Palacios, Hilario Antúnez, y muchos otros más que el tiempo ha dejado sepultados en el olvido involuntario.

     Por el aspecto físico tan accidentado de sus montañas rugosas y elevadas, el camino de Mellizo es temible desde lejos y hasta sólo por noticias. Pero para los bravos arrieros de las recuas de Eliseo y para los numerosos viajeros a caballo o a pie, que por más de un siglo siguen cruzándolo, ha sido y siempre lo es, el mudo testigo de sus frecuentes andanzas y eternos sufrimientos, de sus bostezos y llantos, sonrisas y sollozos, ayes y alegrías, que han quedado pincelados en sus veras abruptas y estrechas. El largo camino pedregoso de Mellizo profundo y guijarroso, que serpentea por los pechos y tobillos de los cerros rocosos y empinados que besan el cielo, nos conduce a Huarmey. Este camino, con su río en lo profundo y con su vera regada con numerosas cruces descoloridas por la acción del tiempo y que, sin embargo, dícenos que por allí se rodó un viajero o allí se murió, con cólico un hombre, una mujer o un niño, es el depositario sempiterno de las gruesas y abundantes gotas de sudor y sangre de las callosas manos y roñosos talones de los arrieros de Eliseo que, incansablemente, viajaban todo el año, de día y de noche, por avanzar la jornada, en lluvia, nube, barro, frío y calor; y que, viniendo de Huarmey caluroso y sofocante, pasaban la silenciosa y frígida cumbre de Huancapetí, a 4,853 metros sobre el nivel del mar, cabalgados en bestias ágiles y adiestradas en las arreadas. Este es el camino que sabe de la valentía, destreza y fortaleza que distinguían a los veteranos viajeros dedicados a la más dura profesión de arriería, profesión en la que se lucían haciendo más viajes para ganarse el pan del día, sin más otro valor que el que les daba el pícaro alcohol y la seca yerba verde de la coca, y sin más otro fiambre que el jamón cocido para una semana, el queso duro, el charqui reseco, la cemita amollada, la cancha humedecida, la “capca” de habas tostada y ligeramente sancochada en agua con sal, la “machca” fría y el pipián de harina de trigo tostado.

     Ese es el recuerdo que todo vertientino tiene de las famosas recuas de Eliseo Larragán, que tanto beneficio comercial brindó a nuestra región y a los pueblos del Callejón de Huaylas. Y así es el inolvidable camino de Mellizo, llamado así porque tiene un puente del mismo nombre que consta de dos pequeños puentes unidos entre sí sobre el río Monserrate en su desembocadura al río Aija. También es éste la única vía que une a Aija con la costa, y el único camino donde se ve que en sus cuevas y rincones de sus curvas estrechas, todo arriero o viajero ingenuamente supersticioso, siempre deja bolas de coca masticada, un poco de cal y algunos granos de cancha para que sus acémilas no se cansen o no les dé la misteriosa veta en la subida de este zigzagueante y elevado camino; también hay quienes forman las apachetas para que les digan si van a volver con vida o no, con suerte o sin ella, y si van a conseguir o no lo que de la costa piensan traer; y, por último, a lo largo de este camino trillado, en las peñas o piedras planas, se leen inscripciones de dolientes despedidas y tiernas expresiones de amor, celo, decepción, insulto, con firmas completas o simplemente con las iniciales del nombre del que pasó por allí. 

     Por este viejo camino de Mellizo, camino lleno de poemas episódicos de aventuras sin nombres y de sutiles e inolvidables romanticismos de dolor y tristeza, tantos y cuántos viajeros han pasado, diariamente, y siguen pasando bajo el cielo claro o nuboso y, a veces, envueltos bajo las negras sombras de los cerros encrestados y desafiantes de la eternidad; pasan, quizás, silbando y cantando sus destinos, suspirando o llorando sus desgracias, solos o en dulcísima compañía de sus padres o hijos, esposos, hermanos, parientes, amigos y paisanos, tras de un ideal sublime y balsámico, o tras de un amor apetecido aun en sueños o llevándoselo ya aunque robando. Muchos han pasado ya por este inmortal camino; empero siguen y seguirán pasando por él, tanto de ida y como de vuelta, con paso lento y cadencioso, al compás melancólico del recordado huayno aijino más antiguo, que a la letra dice:

Puente de Mellizo
déjame pasar,
voy a visitarla 
a mi aijinita.

(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru)