Donnerstag, 31. Mai 2012

LA VIEJA Y EL GARROTE


Por: Maurilio Majía Moreno

     Una modesta vieja vivía en un campo solitario y retirado, donde tenía una hermosa huerta en cuyo fondo había plantado una mata de col que, con el correr del tiempo, creció hasta perderse en el infinito azul.
     Un buen día, al estar quitándole las malezas que habían crecido en su derredor, miró cuidadosamente a su bella planta. Quiso saber hasta dónde había crecido, y decidióse subir por entre las gruesas ramas de tan alta col y llegó a dar al cielo donde se encontró con Dios.
– ¿A qué has venido, viejecita? –preguntó el Divino Hacedor.
– ¡A conocerte, pues, Dios mío! –contestóle, turbada.
     Nuestro Señor le dijo:
–Lleva esta burra. Llegando a la Tierra le vas a decir: “Dame la plata”.
     La anciana volvióse muy contenta. Con la ayuda del Altísimo retornó sin novedad. Y, llegando a su casa, cumplió la orden divina, diciéndole al animal:
– “Dame la plata”.
– ¡Shaánn! –orinó la burra un cúmulo de plata.
     La viejezuela quedóse muy conplacida con este regalo celestial que para ella era una verdadera felicidad. Pensó, humildemente, convertirse en la única millonaria en el mundo.
     Pero, como era muy religiosa, un domingo se fue al pueblo a oir la misa, encargando su animal a una vecina y quien recomendó que no le dijera: “Dame la plata”.
     La fisgona señora quiso saber el porqué de tan esmerada recomendación y, aunque tuvo recelo, se atrevió a decirle a la burra: “Dame la plata”.
– ¡Shaánn!, orinó plata el animal.
     Sorprendida de tan raro prodigio, la mujer codiciosa, sin pérdida de tiempo, buscó otra asna igual en tamaño y color. Y la cambió.
     La anciana volvió a su casa un poco tarde. Y, como del pueblo retornó sin plata, inmediatamente, dijo a su burra:
– “Dame la plata”.
– ¡Huummmm!, la jumenta no le hizo caso.
     Desesperada gritó la vieja. Dio mil maldiciones a su vecina. E inmediatamente regresó al cielo por la misma vía. Encontró a Dios y le contó lo que habíale sucedido. El Supremo Creador, sin proferir palabras, le dio una servilleta blanca recomendándole que, al llegar a la Tierra, toda vez que tuviera hambre, le dijera: “Dame la comida”.
     La vieja bajó a la Tierra y, llegando a su casa, luego de tender la servilleta en la mesa de comer, dijo:
– “¡Dame la comida!”.
     Al instante toda la mesa cubrióse de abundante, rica y variada comida. Era su nueva felicidad sin igual. Pues, desde entonces, tuvo la esperanza de comer bien sin cocinar y sin gastar ni un céntimo. Empero, como era acostumbrada misera, otra vez fue al pueblo encargando su servilleta a la misma vecina a quien recomendó, también, para que no le dijera: “Dame la comida”. Sin embargo, la vecina, ya más habilidosa, dijo a la servilleta:
– “¡Dame la comida!” Y tuvo alimento en abundancia, rica y variada. Inmediatamente buscó otra servilleta igual y la cambió. La dueña, al volver con hambre canina a su casa, rápido tendió su servilleta a la mesa, y dijo:
– “¡Dame la comida!”.
     ¡Oh, qué sorpresa! Ya no hubo nada. Tuvo cólera. Lloró. Y pensó ir de nuevo ante Dios a rendirle cuentas. Pero Él, esta vez, sin escuchar bien sus quejas, le entregó un garrote, indicándole que al arribar a su casa, le dijera: ¡Dame el garrote! La petulante anciana volvió rezongona. Llegó a asu casa, y dijo al palo:
– “¡Dame el garrote!”.
     El misterioso palo se levantó a darle un soberano garrotazo, diciendo:
– ¡Huangán garrote pun! ¡Huangán garrote pun!
     La pobre mujer gritaba. El garrote seguía vapuléandola.
– So vieja ingenua, zonza, descuidada. El domingo entrante vas a ir a la misa, pero bien tempranito –le ordenó. Ella lloraba, arrodillada, rogándole que suspendiera los golpes. ¡Perdón! ¡Perdón! ¡Sí! ¡Sí! Voy a ir –le decía suplicante.
     Y, llegado el día, así lo hizo. Pero recomendó más sigilosamente, a su amañada vecina para que no le dijera nada. Pero nada. ¡Cuidado! ¡Cuidadito que le digas algo a este garrote! –le recalcó.
     Sin embargo, apenas salió la vieja, la pícara vecina, dijo al palo:
– “¡Dame el garrote!”.
     ¡Taitito para qué le dijo! El garrote se levantó amenazante y empezó con la batalla, diciendo:
– ¡Huangán garrote pun! ¡Huangán garrote pun! Se caía, se levantaba el bandido... Dale y dale estaba, diciendo:
– ¿Dónde está la burra? ¿Dónde está la servilleta? Canalla, ladrona, sinvergüenza. Devuélvemelos hoy mismo, sino te mato –decíale el garrote justiciero.
     La desdichada mujer gritaba desesperada. Pedía mil veces perdón y ofrecía devolverlos. Mas el garrote seguía dándole sin misericordia hasta que ella escapóse corriendo a reunir todo lo que había robado.
     Primero entregó la burra, puro hueso y pellejo, sin los dones de dar plata; luego devolvió la servilleta, pero ya raída, sucia, sin las virtudes que poseyó antes.
     Más tarde, la vieja ingenua, al regresar de la misa, encontró todos los regalos que trajo del cielo. Pero ¡Qué decepción!, ninguno era útil. Ya no eran como los trajo de las manos de Dios. Lloró la vieja su propia culpa. Se resignó... Y siguió cumpliendo lo que Dios dijo: “Comerás el pan con el sudor de tu rostro”.
(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru)