Dienstag, 6. November 2012

LA FIESTA DE TODOS LOS SANTOS


Por: Maurilio Mejía Moreno

     En la Roma Pagana se construyó un monumento llamado Panteón, “famoso templo de la Antigua Roma, situado en el campo de Marte y consagrado al culto a todos los dioses, edificado por Agripa Vipsanio, yerno de Augusto”, y que hoy está en ruinas. Este panteón en la época del cristianismo fue coronado de flores en señal del triunfo de la Iglesia, cuando reinaba Bonifacio IV, Papa de 608 a 614. Más tarde se dispuso que a aquel panteón se haga la romería cada primero de noviembre hecho que en el calendario de Gregorio XIII, Papa de 1572 a 1585, aparece con el nombre de “Fiesta de todos los Santos”(Feriado) y el dos de Noviembre, con el nombre de “Conmemoración de todos los difuntos”.

     Desde entonces, según el calendario gregoriano, se dice que el primero de noviembre es Día de todos los vivos y el dos, de todos los muertos. Por este motivo es que en mi pueblo, toda vez que llegan estas fechas, hay acaloradas y emotivas discusiones entre hombres y mujeres y mucho más entre los jóvenes. La cuestión es que las mujeres defienden con interés y valentía, de que el primero de noviembre es Santo o Día de ellas, y que por eso hasta es Día Feriado, porque ellas valen más. Por otro lado, los hombres sostienen igual. No quieren quedarse atrás y dicen que el primero de noviembre es Santo de los hombres, Día Feriado por si acaso, porque los hombres valen más que las mujeres, y que en el calendario dice: “Los Santos” en género masculino, por lo que no es santo de las mujeres, sino de los hombres. Pues atribuyen que el dos de noviembre sí es Santo o Día de las Mujeres, ya que se las considera muertas en vida, pero andan todavía.

     En esta discusión se enredan muchos, porque nadie quiere aceptar que el día dos de noviembre es su Santo, porque no son difuntos ni difuntas. Aunque brevemente, burlones y sonrientes, todos los años polemizan el quitamiento de estas fechas. Ya es costumbre bien arraigada en mi pueblo que, entre reñidas discusiones, parloteos alegres y bromistas, las mujeres preparan suculentas merendonas para invitar, diciendo:
   
     – Por ser nuestro Santo invitamos ahora.

     A lo que los hombres enérgicamente contestan:

     – ¡No! Es por nuestro Santo que ustedes nos invitan hoy.
     – ¡Sí! ¡No! ¡No! ¡Sí! –rematan todos la zacapela burlesca.

     Así es la forma como cada cual expone sus razones opositoras. Pero siempre quedan en el vaivén de: Es mío. No. Es mío. No es tuyo. Es mi Santo. No es tu Santo. Sin embargo, hay un ambiente de entusiasmo y alegría. Las mujeres dedícanse a preparar ricas y apetitosas viandas típicas para invitar en la tarde del primero de noviembre, apartando una parte para los difuntos, cuyas almas, según se cree, han de llegar a visitar esa noche. Por este motivo cada familia, con especial esmero, prepara la comilona para la tarde y una parte deja para el llamado “Churaquí” que consiste en que en la noche del primero de noviembre deja la comida servida en la mesa para las almas que vuelven a saborear alimentos. El “Churaquí” está constituído, generalmente, por aquellos alimentos que fueron los preferidos del difunto, como son: el mote de trigo o maíz, zanco de quinua, parpa, cazuelado de papas con cuy, coca, maní, chicha, pan, mazamorra y algunas frutas. Lo dejan servido en el comedor, en la cocina o en un cuarto apartado y silencioso. Pues se dice que con hambre las almas de los difuntos vuelven de visita a sus casas, al año una vez, en la noche esperada del primero de noviembre. Por eso es el “Churaquí” debe ser abundante, rico y fresco. Si no lo encuentran, se dice que se regresan resentidas y hacen venganza pidiendo a Dios castigo para sus familiares que ya no se recuerdan de ellas. Esta idea domina a la familia por lo que, dejando a un lado las discusiones y los obstáculos, procura, por todos los medios, preparar el “churaquí” para sus difuntos. Comentan que en la noche del primero de noviembre, todas las almas de los que ya descansan en paz, llegan a comer pero sólo de la esencia misma del famoso “churaquí” servido a la luz de la vela parpadeante. El anuncio de la llegada de las almas lo hace el “Kenrish” que entra revoloteando por alrededor de la mesa o sea la mosca verduzca y enferma que, con su vuelo lento y con la triste musiquilla de su zumbido, permite que los deudos digan:

     – ¡Ya! ¡Ya! Allí entran las almas. Y de inmediato los rezadores se ponen tristemente y los familiares gimotean y, asustados, lagrimeando escuchan al rezador que entona oraciones lúgubres que provocan el llanto. Pero al rato estos mismos cantores serán los comensales que devorarán el “churaquí”.

     Muchos hay que no creen en estas escenas que cuentan en mi tierra. Entonces, tratan de probar. Para ello echan polvo fino de la ceniza alrededor de la mesa donde está servido el “churaquí”. Así lo dejan toda la noche. El día siguiente día, ¡qué sorpresa!, encuentran huellas de palomas, gallos y los pies descalzos de humanos. Estas señales satisfacen sobremanera a todos los coéforos que creen en la visita de las almas de sus difuntos, aunque veces hay que no hallan nada, pero se contentan con haberles preparado el apetecido “churaquí”.

     El día dos de noviembre a partir de la una de la tarde, es costumbre generalizada que los deudos de los muertos se van de visita al Cementerio de Tzacuatzin, lugar alejado, triste y silencioso. Se ve que, por las distintas sendas que bajan de los caseríos, mucha gente viene al pueblo para dirigirse al campo santo. En su mayoría son grupos de familiares de los difuntos que van portando hermosas coronas de flores del lugar, como: rosas, claveles, dogos, trinitarias, otros, llevando coronas de papel negro y blanco. Todos se encaminan a Tzacuatzin, la morada eterna de todo el mundo. Paulatinamente este santo lugar llénase de gente enlutada, apenada y cabizbaja que se acerca a la solitaria y triste tumba de los difuntos pronunciando algunas palabras en voz baja solamente. Figurándose en la mente la imagen y recuerdo del ser querido que yace bajo la tierra dura y seca de Tzacuatzin, llegan al sombrío sepulcro dedicándose a limpiarle las yerbas que allí han crecido en un año. Encuentran la cruces viejas y descoloridas que apenas conservan algunas letras del nombre del finado y la fecha de su muerte; también hallan pedazos de alambres redondos de coronas deshechas que en años anteriores dejaron ahí y las reemplazan con las nuevas. Algunos comentan de que el extinto fue muy bueno y que lo recuerdan mucho. Pero al hablar así prorrumpen en llanto incontenible, a lo menos si recién hace poco meses que él duerme allí, ya que su recuerdo es más fresco y doloroso aún. En seguida buscan a un cantor para que diga un responso para los adultos y laudatorias para los párvulos. Los rezadores abundan pero todos están ocupados. Algunos de estos se engríen y se hacen rogar. Muchos esperan su turno para solicitarles sus servicios. Son muy validos por ese día, aunque no saben bien el rezo completo sino a medias y gangueando; lo hacen en latín y de memoria  todo el ritual funerario, casi a la ganada, como Antu, Emico, Lloti, Shella, Shanti, Fortu, Shesha, Mauru, Allshi, Teodorico, Pulli, Mallcu, doña Falluca y otros muchos; algunos lo hacen leyendo sus viejos y rotosos libracos o cuadernuchos manuscritos. Pero con todo acentúan el tono prolongadísimo y plañidero del responso que a todo el mundo le aflige y hace llorar.

     Ante esta nota lúgubre todos lloran rodeando la tumba fría y desolada. Mientras el rezador sudoroso, valiente y sereno, cerrando los ojos, frunciendo el rostro ceñudo y sonrojado, enarcando la cejas, con pelos desgreñados e hirsutos, con el sombrero en una mano, entona la más fúnebre oración que nos recuerda al instante las noches de velaciones de difunto, cuando dice: “Ne recorderis peccata mea Dóminus, Dum véneris..“, etc. En este momento todos lloran  con la cabeza agachada hacia el sepulcro de su madre, padre, hermano, tío, tía u otro pariente que en vida fuera muy bueno con ellos.

     Es tristísima la tarde con estas escenas conmemorativas a todos los difuntos. Hay años en que llueve, y la nube cubre con fría sombra, como que también años hay en que el sol reina muy abrasador.

     El cementerio es grande; sin embargo, ya está lleno de tumbas regadas de cruces vetustas que escasamente guardan recuerdos de los muertos. Este lugar sí es la eterna morada de todos que allí vanse a acabar. ¡No hay nada qué hacer! Aquí están todos con buenas virtudes y acciones. Acá se acabó el orgullo, la pobreza, la riqueza, la envidia, la codicia, la avaricia, etc. Aquí están los que en vida fueron buenos, caritativos, compasivos, tinterillos, galanes, inteligentes, ignorantes, sabios, brutos, locos, ricos y pobres; aquí duermen, el sueño tranquilo y dulce, todos por igual, como: Galga Pitu, que fue muy mala, perversa y guapa; Huañaca, al tinterilla; Coshta, el paralítico; Surucha, el sordo y pobre; Bartolomé, el cojo; Aquilino, el músico; Rudecindo, el cantor y jaranero; Vicente, el maestro; Kocha Juana, la acaudalada; Sixto, el agricultor, y muchos otros de quienes apenas sus cruces nos indican iniciales de sus nombres y la fecha en que fallecieron.

     Son la cuatro de la tarde. La gente está en el cementerio, lugar de meditaciones, lloriqueos y sollozos, oraciones y recogimientos que, en todas partes donde hay cementerio, se repiten iguales todas las tardes del día dos de noviembre de cada año.

     Todo es suspirar y gemir en Tzacutzin. Pero al final de la tarde, cuando las horas han pasado ya, luego de encomendarse al Señor Calvario, la gente sale del cementerio y halla en su puerta, muy junto a sus rejas, a numerosas vivanderas que ubicadas cómodamente, venden ricas comidas lugareñas, como: el jamón oloroso con su salsa de cebolla y hoja de lechuga, asado de chancho, mazamorra de almidón de papas, el apetitoso “tokush”, tamales envueltos en hojas de col, ensalada de chocho, manzanas, naranjas y los negros y menudos capulíes de Huaraz que a cualquiera provoca comer. Todo el mundo se dedica a comprar y manducar. Es contagioso el deseo de comprar y comer en la puerta del cementerio de Tzacuatzin como para olvidar las penas que han motivado las visitas a las tumbas de los difuntos. Mientras tanto, hasta el año venidero, las tumbas quédanse nuevamente solitarias y silenciosas, adornadas con nuevas coronas y roceaditas con la fresca agua bendita y con la lágrimas de los deudos amorosos y fieles a sus muertos.

(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru)