Donnerstag, 26. April 2012

AIJA Y SU DOLOR

Por: Maurilio Mejía Moreno

     El día domingo 31 de mayo fue un día fatal para la provincia de Aija, cariñosamente, llamada Perla de las Vertientes. Pues, cuando los aijinos estaban viviendo felices gozando los momentos tranquilos, a la hora en que las sombras de las montañas del occidente comenzaban a crecer con el sol que ya declinaba, a eso de las tres y veinticinco minutos de la tarde, prodújose el cruel y temible terremoto que sacudió a toda la provincia, sembrando pánico indescriptible entre sus pacíficos habitantes. En 48 segundos de intenso movimiento sísmico, se vio temblar a la Tierra que parecía hundirse abriéndose en infinitas zanjas; los más altos y negros cerros rocosos que rodean a la ciudad de Aija daban la impresión de caerse, inevitablemente, dejando rodar, de sus cúspides y laderales, gigantescas peñas e infinidad de diminutas piedras que se desaparecían estrellándose ruidosamente en las profundidades de las estrechas quebradas por las que corren numerosos ríos, cuyas aguas se empozaron en muchos sectores; se oyó un rarísimo ruido de todas las montañas que parecían bailar sobre una mesa destartalada y temblequeante. ¡Oh, fue una escena escalofriante! ¡No hay palabras para calificarla!

     Al pueblo de Aija le sorprendió el sismo en un momento de silencio y tranquilidad propias del generoso y acogedor ambiente aijino. Cuando nos dimos cuenta de que era un verdadero terremoto, ¡ay!, ¡Señor!, no supimos ni qué hacer. Algunos gritaron desesperados y confundidos; otros, clamando a Dios, nos arrodillamos en donde pudimos hacerlo, con las manos juntas, cual pecadores que piden clemencia, en compañía de nuestros hijos, padres, hermanos o solitarios; muchos corrieron por las calles, desorientados, gritando, y otros nos detuvimos en los patios y umbrales de nuestras casas, sin decir palabras, mirando solamente los cerros y las casas que se caían, estrepitosamente, y oyendo, asimismo, los ruidos ensordecedores del mundo que temblequeaba. Muchos, en esa hora de desesperación, optaron decir: ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me castigas tanto? ¡Shantichito, Shantichito, sálvame, sálvame! Pero la tierra siguió temblando ruidosamente.
   
     Por otro lado, las personas nerviosas y los ancianos, presos de un susto irrefrenable, quedáronse enmudecidos, enfermos y temblorosos, y los niños lloraban en los brazos oprimentes de sus asustadas madres que esforzábanse para salvarlos, y otros, abandonados a su suerte, correteaban en las calles, plazas y campos deportivos a donde salieron sin que los padres supieran de ellos, y pocos, con permiso que a mala hora les había concedido la madre o el padre.

     La hermosa ciudad de Aija, en una tarde calurosa de otoño se quedó casi totalmente destruída. Casas que fueron construídas en muchos años, con paciencia, esmero y gusto, se desplomaron y cuartearon en un momento exhibiendo, entre los escombros, la riqueza de algunos y la pobreza de muchos, a quienes, en un instante, Dios los igualó en la desgracia y el dolor; mansiones elegantes y modestas, sin distinción alguna, unas se cuartearon, se rajaron y se cayeron a la ganada; se oyó el rechinar característico de los maderajes de los edificios que se deshacían, y la caída rimbombante de los terrados y adobes que hacían temblar y sonar más a la ciudad que se sepultaba ante el grito desesperante de sus moradores que, perturbados, corrían en busca de salvación, por las calles llenas de adobes y tejas desmenuzadas, felizmente, sin ser víctima de tales tejas, en ese infausto momento en que la ciudad de Aija parecía convertirse en polvo asfixiante.

     Cuando calmó el terrible movimiento terráqueo, los ilesos salimos por las calles en busca de nuesros familiares y vecinos, pero, ¡oh, qué sorpresa! todo el mundo lloraba a gritos; todos decían: ¡Se acabó mi casa, Virgencita! ¡Ya no tengo casa, madre mía! ¿Dónde están mis hijos? ¿Dónde está mi esposo? ¿Dónde están: mi mamá, mi hermano, mi papá?... Y, así, recorrimos por las calles que estaban llenas de escombros, y ni se podía pasar por ellas. Llegamos a la Plaza de Armas que habíase destruído y desfigurado. Allí sentimos de nuevo el movimiento, y la gente se arrodilló frente a la iglesia tremendamente afectada. Y, mirando los horizontes que cubríanse de nube compacta de polvareda, comprendimos la magnitud de la fuerte furia telúrica que había castigado a Aija; pensamos en el inmenso daño material que acababa de ocasionarnos el inesperado fenómeno sismológico, y lloramos la suerte de nuestros familiares y demás prójimos, aunque después comprobamos que, en la ciudad, los muertos habían sido muy pocos, relativamente.

     Estando en la malograda Plaza de Armas de Aija, una vez más, nos dimos cuenta que las casas de la ciudad habíanse caído en su totalidad. En esas circunstancias –menos de diez minutos del cese del movimiento– oyóse otro ruido atronador que de Huancapetí se acercaba a nuestra ciudad; algunos pensaron, aunque peregrinamente, de que venía un aluvión. ¡Corrámonos! ¡Corrámonos!, decían a voz en cuello. Pero, en realidad, todo fue causa del susto del momento. Pues, era nada menos que el desborde de las lagunas represadas de Primer, Segundo y Tercer Karán, cuyas aguas tomarían sólo su cauce profundo sin afectar a la ciudad de Aija; pero los aijinos asustados no pensaron así, sino que se corrieron más a Jirca; obedientes a las voces del Reverendo Padre Bustos, del Jefe de Línea, Lazarte, y otras autoridades locales, dejando así abandonada a la ciudad que gemía la desgracia y sufría el dolor que le causaba la destrucción. El bravo y rugiente río Santiago, que pasó caudaloso y de aguas turbias y negras, vióse brillar, río abajo, con los rayos del sol de la tarde, al pasar por el movedizo Copin, y recién los aijinos comprendieron que no inundaría a la castigada ciudad vertientina de Aija.

Todos abandonamos a Aija, aunque jamás habíamos pensado hacerlo. Muchos hombres, recobrando cierta serenidad, eso de las cinco de la tarde, esquivando los peligros que ofrecían muchas partes de las casas afectadas, al ver que era ya imposible volver a la ciudad, empezaron a sacar catres, frazadas, colchones, etc., de sus casas arruinadas, para llevarlos a Jirca en donde muchos se determinaron pernoctar, antes de ser víctimas del terremoto a repetirse. La ciudad quedóse en escombros. ¡Qué triste! Aija sólo había existido hasta ese fatal día. De muchas tiendas y cantinas cerradas trascendían olores de licores, percibiéndose con nitidez el del alcohol y cerveza; algunas casas comerciales quedáronse abiertas con sus artículos vendibles machucados con adobes y mezclados con tierra. ¡Qué horror!

     Vino la noche y la ciudad, enferma y herida, triste y adolorida, anochecíase abandonada. Aija estaba arruinada al anochecer del último día de mayo friolento y la noche con cielo estrellado, mientras que el río Santiago seguía bramando incesantemente, aunque de caudal ya había aminorado luego de haber barrido todo lo que a su paso había hallado.

     Los aijinos, en sobresaltos, pasamos la primera noche en la intemperie, fuera de nuestras casas, sin poder conciliar el ansiado sueño de otras noches felices, puesto que estuvimos pensando en nuestros parientes y prójimos que viven en los distritos y fuera de la misma Provincia. La preocupación creció más cuando pensamos en las peores consecuencias que traerían los frecuentes movimientos de la tierra que seguía moviéndose de vez en vez. Cada cual, conforme pudimos, nos ubicamos, aquella noche inolvidable, en los alrededores de Aija, como son: Rokna, Ajuspampa, Jirca, Marcacoto, Huáncall, Chillcao, etc., lugares donde, toda la noche, la gente hacía bulla y brillaban luces de lámparas y de velas.

     Más entrada la noche escuchamos las noticias que propalaban las emisoras capitalinas haciendo mil comentarios del terremoto. Por las noticias de ocho a diez de la noche nos informamos que la ciudad de Trujillo había sido fuertemente afectada, lo mismo nuestro Chimbote, Casma, Huarmey y otros pueblos. Pero no se sabía nada, esa noche, de la tremenda magnitud de la destrucción de Ancash su Capital: Huaraz. Mucho más aún de la Bella Provincia de Aija, nadie dijo nada. Pues, Aija se durmió aquella noche sufriendo sola su dolor profundo, cual paloma gravemente enferma, con sus distritos: La Merced, Huacllán, Coris, Succha, Huayán, Malvas y Cochapetí a sus lados, fuertemente heridos también con la misma arma cruel de aquel día fatal e inolvidable del 31 de mayo de 1970.
(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru) 

Montag, 16. April 2012

PICHICHANCA

Por: Maurilio Mejía Moreno

     Pichichanca es palabra quechua con la que se llama al gorrión. Etimológicamente resulta de la fusión de dos vocablos quechuas: Pichi que significa “no sé quién” y Chanca que significa “llegará”. Sinónimo de chanca es también pata, pierna. Pichichanca semánticamente quiere decir: “no sé quién llegará”.
   
     Aparte de este nombre, de acuerdo a su lenguaje, el gorrión se llama también Chackia, que significa “gorrión que avisa la llegada de alguien”, y se deriva del lenguaje onomatopéyico Chack que quiere decir “sonido de la pisada” al que se le une la terminación “ia”, resultando Chackia.
   
     Cuando una pichichanca llega al patio de una casa o se acerca a la puerta diciendo: “chack... chack... chack...” el dueño de ésta dice: “No sé quién llegará”, y agrega: “ya vino el chackia a dar aviso”.

     El anuncio del chackia es infalible y digno de varidos comentarios. Así, por ejemplo, un día me hallaba solitario en mi casa solariega, de pronto se presentó en el patio un ágil chackia, saltando y picoteando con toda la agilidad que le caracteriza. Entre saltos y picotadas decía: “chack... chack... chack...” anunciándome con ello la llegada de algún visitante.

     Entonces, sabedor del lenguaje del pajarito, en cuanto se presentó, corrí por el amplio y poético patio con la seguridad de encontrar a alguien.

     ¡Cuán grande fue mi sorpresa al comprobar la verdad en el lenguaje dulce del misterioso y adivino Chackia!

     Se presentó un hombre... Y esto vino a comprobar la verdad del anuncio del Chackia, mensajero de los viajeros visitantes, y me trajo a la memoria el estribillo que de la boca de mi padre aprendí en mi niñez:

Pichichanca malicioso,
gorrioncito pretensioso,
declárame con franqueza,
¿quién es el que viene a verme?

     El pichichanca es, pues, un pajarito muy hermoso; de cuerpo pequeño y redondo; de vuelo veloz y bullanguero, vuela de un monte a otro, de rama en rama o a distancias cortas; anida en los pajonales, arbustos, montes; tiene patitas cortas y muy delgaditas, de allí que irónicamente se les llama “patitas de pichichanca” a las personas de piernas delgadas.
 
     Posee un corto, fino y hermoso plumaje de color gris en la parte anterior de su cuerpo; una cola delgada y alas pequeñas; el dorso está pintado de pequeñas rayas parduzcas, semejándose al color del llamado “gato romano”. Su cuello es pequeño con finísimo plumaje de color semirojizo; cabeza muy chica con plumitas levantadas en la coronilla; ojos redondos, chicos y vivaces, circundado de rayas finas de color negro y blanco y perpendiculares al pico, semejándose a la flor de habas. El pico es conirrostro con el que desgrana las espigas del trigo, cebada y lino. De este pico fino y sonoro, se desgrana su canto melodioso que alegra al chacarero y endulza la vida de quien lo escucha.

     El trino del pichichanca a veces conmueve el alma y cautiva el corazón. Trinos de ese acento se percibe en mi tierra, en la estación de otoño, cuando el cielo le otorga claridad; cuando las flores del campo le brindan perfumes y hermosuras; cuando las habas dejan verse entre sus tallos, “anchovetas verdes” con uñas de gato; cuando los trigales dejan erguirse y llenarse de grano las espigas; cuando las papas, ya maduras, están a flor de tierra o en los hoyos abiertos, al aporcarlas, al costado de cada mata.

     En la bella estación de otoño, entre los pajonales que florecen y en cada arbusto, monte, trigal que circunda las mansiones de la tierra ancashina, no falta un pichichanca que levante el pico para silabear alegre y casi ininterrumpidamente su dulce estribillo, en esta forma: “Pichi... chiú... chiú... pichí... chiú, chiú...” endulzando la vida y haciéndola más llevadera en los momentos de soledad y angustia.

(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru)