Mittwoch, 7. März 2012

LAS RECUAS DE ELISEO


Don Eliseo y sus recuas contribuyeron al desarrollo de la Región ancashina

     Sabido es que, anteriormente, el viaje de Aija a Huarmey y Lima se hacía saliendo de Shíquin y pasando por Seke, el puente de Shanán y el pueblo de Huacñán, y de allí por las lomas de Minas se llegaba al pie de San Gabino para, nuevamente, seguir la caja del río hasta el puerto de Huarmey, con pocas y pequeñas desviaciones. Pero a fines del siglo XIX, bajo la dirección del digno ciudadano aijino, don Angel Antúnez, se abrió el camino de herradura que ahora pasa por Angel Cruz –llamado así en memoria a su autor– por Mellizo, Succhapampa y San Gabino, cuyo puente inauguróse el 22 de agosto de 1890. Esta obra se hizo únicamente por acción cívica, sin ayuda estatal, solamente la Empresa Minera de Ticapampa nos dio la mano. Con la apertura de esta nueva vía la comunicación entre Aija, Huarmey y Lima se mejoró notablemente, porque se acortaron la distancia y el tiempo de viaje a la costa.

     En las últimas décadas del siglo XIX y en la primera mitad del XX, surgió en Aija la legendaria figura de don Eliseo, personaje que desempeñó el papel más importante en la muy difícil tarea de transportar mercaderías desde el Puerto de Huarmey hasta Aija, Ticapampa, Recuay, Huaraz y otros pueblos del Callejón de Huaylas.

     Don Eliseo era dueño de Huacñán, hoy Hacienda San Damián, donde se dedicó a la ganadería criando ganado vacuno, caballar, mular y asnal. La noble industria ganadera dióle pingües ganancias que abultaron su fortuna, y pronto convirtióse en el hombre más fuerte y útil de Aija de aquellos tiempos, porque sólo él, igual que el mestizo Cacique de Tungasuca, don José Gabriel Condorcanqui, fue capaz de contar con formidables recuas de 120 mulos de carga y 120 burros bien aparejados para transportar mercaderías de la costa a la sierra de Ancash, y conducir, al mismo tiempo, hacia el Puerto, los ricos minerales de las minas de Ticapampa, de San Salvador, Parco, Santa Rosa y la lana del asiento ganadero de Utcuyacu, actividad que tomó el nombre de “la baja” y “la torna”, recordadas hasta ahora.

     Las recuas de Eliseo estaban divididas en 20 piaras de mulos, de 6 cada una, a cargo de un solo mulatero, y 12 piaras de burros, de 10 cada piara, al mando de un solo asnerizo. Los burros llevaban, generalmente, cargas de menor peso y tamaño solamente. En cambio, los robustos y briosos mulos y mulas conducían, preferentemente, los bultos más grandes y pesados: fardos de mercaderías de toda clase, calaminas para techar el Convento de Huaraz y otros edificios, sacos de sal común, barriles de todo tamaño, tubos de diferentes diámetros y longitudes, rieles para las minas y postes de fierro para el tendido de la línea telefónica de Lima a Huaraz, etc., etc.

     Cuentan que la faena más difícil, peligrosa y pesada, era la conducción de “Cable-alambre” para oroyas y huinchas; cuatro mulas conducían a una carreta de éstos; un mulo iba tras de otro, en fila; una carga a otra estaba unida por el grueso y pesadísimo “cable alambre” por dividir. Esta fue la labor má operosa, nos dicen los arrieros que aún viven, porque, si un mulo se rodaba, todos se iban al río jalando hasta a los mulateros. En las curvas de Angel Cruz, Mellizo y San Gabino, los recueros silbaban y gritaban más al compás de los tristes y sonoros cencerros de las recuas de Eliseo Larragán; sin embargo, a veces, a causa del menor descuido o nerviosismo, gritando: ¡Jaya!, ¡Jaya!, ¡Jaya, ¡Urra!, ¡Urra!, todos se iban a las profundidades del estrecho Cañón del Pato de las Vertientes, en donde las rocas del río, destrozándolos, regalaban a sus aguas la sangre de los infortunados arrieros y sus huesos eran difícilmente rescatados para el cementerio, y a los de los animales exhibíanlos para los buitres y cóndores de los Andes aijinos. Por eso, para no caer en esas fatalidades, con los mulos de Eliseo trabajaban solamente los hombres más fuertes, valientes, temerarios, serenos y acostumbrados en las más raudas faenas que mejor les haya “despertado”.

     Encontrarse con las recuas de Eliseo en las curvas de Mellizo y otros parajes de la gran arteria vial de Aija, era peligroso. Por eso los viajeros comunes iban atentos al característico tin lan, tin lan, tin lan de los cencerros o campanas de las mulas madrineras que venían adelante, bufando y cencerreando, como para anunciar el acercamiento de las recuas de Eliseo, a fin de que todo el mundo se arrimase en sitios adecuados y dejar pasar libremente a los mulos elíseos con enormes fardos al lomo que, a veces, ocupaban todo el ancho del camino, y sino, al pasar a trote, sin respetar a nada ni a nadie, lo aventaban por el precipicio de 10, 50 a 500 metros de altura, según los trechos.

     En esta arriesgada ocupación de arrieraje había de 50 a 60 hombres, de los más selectos, que viajaban por turno. De Aija a Huarmey, ida y vuelta, con mulos, lo hacían en ocho días y con burros en 15 a 16 o más días, con jornales de ocho soles por viaje. Muchos aijinos, succhinos, huacllinos, corisinos, huayanos y, sobre todo, los mercedinos, de los más bravos hombres, trabajaban en esta singular Empresa de Transportes de Eliseo, como: Mauro Gomero, Benjamín Mejía, Ruperto Medina, Espectación Manrique, Apolinario Sánchez, Víctor Mejía, Tomás Sánchez, Eulogio Maldonado, Tomás Palacios, Hilario Antúnez, y muchos otros más que el tiempo ha dejado sepultados en el olvido involuntario.

     Por el aspecto físico tan accidentado de sus montañas rugosas y elevadas, el camino de Mellizo es temible desde lejos y hasta sólo por noticias. Pero para los bravos arrieros de las recuas de Eliseo y para los numerosos viajeros a caballo o a pie, que por más de un siglo siguen cruzándolo, ha sido y siempre lo es, el mudo testigo de sus frecuentes andanzas y eternos sufrimientos, de sus bostezos y llantos, sonrisas y sollozos, ayes y alegrías, que han quedado pincelados en sus veras abruptas y estrechas. El largo camino pedregoso de Mellizo profundo y guijarroso, que serpentea por los pechos y tobillos de los cerros rocosos y empinados que besan el cielo, nos conduce a Huarmey. Este camino, con su río en lo profundo y con su vera regada con numerosas cruces descoloridas por la acción del tiempo y que, sin embargo, dícenos que por allí se rodó un viajero o allí se murió, con cólico un hombre, una mujer o un niño, es el depositario sempiterno de las gruesas y abundantes gotas de sudor y sangre de las callosas manos y roñosos talones de los arrieros de Eliseo que, incansablemente, viajaban todo el año, de día y de noche, por avanzar la jornada, en lluvia, nube, barro, frío y calor; y que, viniendo de Huarmey caluroso y sofocante, pasaban la silenciosa y frígida cumbre de Huancapetí, a 4,853 metros sobre el nivel del mar, cabalgados en bestias ágiles y adiestradas en las arreadas. Este es el camino que sabe de la valentía, destreza y fortaleza que distinguían a los veteranos viajeros dedicados a la más dura profesión de arriería, profesión en la que se lucían haciendo más viajes para ganarse el pan del día, sin más otro valor que el que les daba el pícaro alcohol y la seca yerba verde de la coca, y sin más otro fiambre que el jamón cocido para una semana, el queso duro, el charqui reseco, la cemita amollada, la cancha humedecida, la “capca” de habas tostada y ligeramente sancochada en agua con sal, la “machca” fría y el pipián de harina de trigo tostado.

     Ese es el recuerdo que todo vertientino tiene de las famosas recuas de Eliseo Larragán, que tanto beneficio comercial brindó a nuestra región y a los pueblos del Callejón de Huaylas. Y así es el inolvidable camino de Mellizo, llamado así porque tiene un puente del mismo nombre que consta de dos pequeños puentes unidos entre sí sobre el río Monserrate en su desembocadura al río Aija. También es éste la única vía que une a Aija con la costa, y el único camino donde se ve que en sus cuevas y rincones de sus curvas estrechas, todo arriero o viajero ingenuamente supersticioso, siempre deja bolas de coca masticada, un poco de cal y algunos granos de cancha para que sus acémilas no se cansen o no les dé la misteriosa veta en la subida de este zigzagueante y elevado camino; también hay quienes forman las apachetas para que les digan si van a volver con vida o no, con suerte o sin ella, y si van a conseguir o no lo que de la costa piensan traer; y, por último, a lo largo de este camino trillado, en las peñas o piedras planas, se leen inscripciones de dolientes despedidas y tiernas expresiones de amor, celo, decepción, insulto, con firmas completas o simplemente con las iniciales del nombre del que pasó por allí. 

     Por este viejo camino de Mellizo, camino lleno de poemas episódicos de aventuras sin nombres y de sutiles e inolvidables romanticismos de dolor y tristeza, tantos y cuántos viajeros han pasado, diariamente, y siguen pasando bajo el cielo claro o nuboso y, a veces, envueltos bajo las negras sombras de los cerros encrestados y desafiantes de la eternidad; pasan, quizás, silbando y cantando sus destinos, suspirando o llorando sus desgracias, solos o en dulcísima compañía de sus padres o hijos, esposos, hermanos, parientes, amigos y paisanos, tras de un ideal sublime y balsámico, o tras de un amor apetecido aun en sueños o llevándoselo ya aunque robando. Muchos han pasado ya por este inmortal camino; empero siguen y seguirán pasando por él, tanto de ida y como de vuelta, con paso lento y cadencioso, al compás melancólico del recordado huayno aijino más antiguo, que a la letra dice:

Puente de Mellizo
déjame pasar,
voy a visitarla 
a mi aijinita.

(Tomado de “Estampas y Cuentos de mi Tierra”, Tomo I, 1986, Aija-Peru)